EL SUEÑO... ¿TERMINÓ?

(Una banda de rock. Una década. Un momento. Una ilusión)

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José María González


A Malisa, Nadia y Fernando, por el aguante, el cariño y la comprensión permanentes.
A mis hermanas Elisa y Elsa y a mi hermano Víctor, por la compañía durante la etapa wizard.
A John Lennon, por haberme dado el pie para el título de este libro.

 

A Beto
A Juan Carlos
A José María y Marina, mis viejos, y a Marina S., mi hermana


PRÓLOGO

Estoy convencido de que ponerse a escribir, una mañana de invierno del año 2001, sobre sucesos que tuvieron lugar entre treinta y siete y treinta y tres años atrás aparece –cuanto menos- como presuntuoso.
Porque la memoria suele ser presuntuosa; porque los recuerdos suelen ser presuntuosos y porque uno suele ser presuntuoso. Tantos detalles, hechos, personajes, que podrán ser más o menos fieles a lo que realmente pasó en tanto y en cuanto los recuerdos no resuelvan dar curso a su propio relato. Habré de recurrir, seguramente, a lo poco que hay documentado respecto a esta historia, a la cada vez más escasa lubricación neuronal propia, y al testimonio de amigos, conocidos, familiares y testigos ocasionales que puedan colaborar para brindar mayor veracidad y fidelidad a la descripción de este sueño inconcluso.
    Además, porque entre la amplia gama de actividades realizadas en toda mi vida hasta hoy (voluntariamente o por obligación), nunca ha figurado el ser o pretender ser escritor. Me impongo ahora desarrollar este relato, descripción de hechos, historia o como mejor quiera encasillarse a lo que sigue. Como homenaje a personas y circunstancias costumbristas o históricas, y también a modo de testimonio único (junto a algunas pocas fotografías que en algún tiempo fueron flamantes y en blanco y negro, hoy ligeramente atacadas de ictericia...) de una pretensión arrogante, lúdica, arrolladora, atrapante, demoledora, colmada del hambre de trascendencia y el caradurismo que cualquier ser humano medianamente pensante desborda entre los dieciocho y veintidós años, por citar algún tipo de parámetro arbitrario.
     Desconozco cuán amplia podrá ser la difusión de esta “...historia que aconteceu uma veis...” (gracias, Les Luthiers). Al menos, espero que salga de esta computadora y transponga la puerta de mi casa, y la comprensión compasiva y resignada de mi familia: Malisa, mi esposa; Nadia y Fernando, mis hijos. Orejas tolerantes, si las ha habido, para lo que ahora voy a dejar por escrito, relatados los hechos infinidad de veces y siempre con la misma calidez que surge desde adentro de uno. Esa calidez y entrañable afecto que se siente por lo que uno contribuyó a gestar, por ese sueño que... ¿terminó?
     Y, como uno fue protagonista de ese sueño... manos a la obra.

José María González
Agosto de 2001

                                                                          
1 - Y LA TELITA SE ROMPIÓ...

Setiembre de 1963. A los dieciseis años, ya asiduo lector de los diarios, por entonces El Mundo. No mucho tiempo antes había leído una nota relacionada con un grupo –por entonces ‘conjunto’- de rock and roll británico, que iba invadiendo el mercado discográfico y ganando adeptos por miles con una nueva propuesta musical basada, al decir del redactor, en una armonía vocal plasmada en base a gritos. Leí el artículo una y otra vez, mientras el F.C. Sarmiento me llevaba desde Haedo hasta Morón, en donde estaba ubicada la fábrica de caramelos Cambuí S.A. (industria nacional... eh, che... industria nacional... claro, nadie se acuerda) en cuyas oficinas trabajaba.
   Volviendo a lo de los gritos, macerado como había sido uno en la audición de buena música española y nacional y también en la interpretación, por haber formado parte de la explosión folklórica de comienzos de los ‘60s como integrante/arreglador del grupo Los Cordilleranos, lo de los gritos –digo- no terminaba de convencerme. ¿Armonizar gritos? Se podrían armonizar, sonidos, acordes, notas, pero... ¿cómo carajo armonizar gritos?
            El colectivo 182 me deposita en la parada correspondiente a la estación Ramos Mejía, sobre una Av. Rivadavia de doble mano aún. A tres cuadras, el colegio Esteban Echeverría, funcionando en horario vespertino en la Escuela Nro. 4, sobre Av. de Mayo, en donde estaba cursando cuarto año del Bachillerato. A un costado de la parada, una disquería, ‘Discobam’, y  los parlantes que daban a la vereda descerrajando sobre los transeúntes (y sobre mi persona, recién bajada del colectivo) un tema musical que, por unos segundos, me dejó literalmente sin respiración. La voz desgarradora del cantante iba dibujando una melodía en inglés machacona, áspera y cadenciosa, con una base musical sin fisuras (cuyo bajista me golpeó en el esternón como un cross de derecha sin piedad) y con un respaldo coral que lograba que el tema fuese todavía más obsesionante, más incisivo.
    Por determinados pruritos, influencias y prevenciones, uno le escapaba un poco al rock, en general a la música cantada en inglés. Pero aquéllo ya fue demasiado, nunca antes había escuchado algo similar. Con la melodía dándome vueltas en la cabeza me fui al colegio. Transcurrió la primera hora y, durante el recreo, le comenté a un compañero de  nombre Raymundo (cuyo apellido ahora se me escapa) respecto a lo que había escuchado, y comencé a tararearle la melodía. Su respuesta fue contundente: “-¡Esos son ‘lo bitle’, boludo!”, y siguió acompañándome entonando el tema y cantándolo en un perfecto spanglish.
Sí, con todo el pudor de mi hombría inmaculada hasta entonces –y mantenida físicamente hasta el presente, valga la aclaración no discriminatoria- debía admitir, aún a pesar del inquietante eufemismo, que Los Beatles me habían ‘penetrado’, que ‘Twist and shout’  -sin haberme dado cuenta todavía- había pasado a ser parte de mi genoma, y que se había producido un ‘crack’ muy adentro. No lo sabía aún, pero ya nada volvería a ser igual para mí, desde el punto de vista musical, y no sólo.....
    Qué año, 1963. No sólo  Los Beatles habían tomado por asalto a mi por entonces flaca humanidad. Poco tiempo antes, quizás mayo o junio, una compañera de escuela, Nina, y un ex compinche de segundo año, el muy querido y recordado Carlos Alberto Banylis –asesinado en 1975 por la Triple A- me habían afiliado a la Federación Juvenil Comunista. Aunque el fervor militante haya sido diluído por la propia organización política, hoy convertida en una diáspora, la utopía se mantiene intacta. Aquéllo que relato produjo mi otro ‘debut’  en el ’63: el 12 de octubre, día en el que asumió la presidencia el viejo Arturo Umberto Illia, asistí a la manifestación que se hizo exigiendo la libertad de los presos políticos, y recibí la primera ‘gaseada’ de mi vida, y las primeras caricias del “palito de abollar ideologías”, al decir de Mafalda.
   Pero esto ya generaría otra historia y otro relato. Queda consignado a título meramente anecdótico. Simplemente para información de quien pueda estar leyendo esto, entonces, recurro nuevamente al eufemismo escatológico y afirmo que 1963 permanece en mi memoria como el año de la “triple penetración”...   

2. LA PARODIA

   Creo que todo tiene un punto de partida; nada se produce por casualidad, ni surge del ‘porque sí’. Y sin meterme a filosofar, por favor. Tampoco quiero remontarme al Big Bang, sino a tiempos bastante más cercanos ¿Es un proverbio chino aquéllo de que “aún el camino más largo comienza con el primer paso”? Si no lo es, merecería serlo...
   Mil novecientos sesenta y cuatro avanzaba galopante, con una militancia creciente, con unos Cordilleranos languidecientes, con una dura pelea para derrotar –aunque fuese por puntos- a las Matemáticas de la apreciada y exigente profesora Barchi. Y con una pelea más dura todavía para mantener la condición de abanderado ese quinto año, resistiendo los embates de Lew (un ‘compañero’ bastante mayor en años, empleado –según ostentaba- en el servicio de inteligencia de la Fuerza Aérea) que no podía tolerar que un zurdo portara la bandera argentina en los actos escolares... figurando él de escolta. Casi al final del año no le quedó ni eso: una noche, a la salida, y vaya uno a saber por qué motivo, le rompió la cara a Vázquez, otro compañero de la división. Resultado previsible: veinticuatro amonestaciones, y al diablo con la escolta.
   Se aproximaba la fecha del cierre del año escolar, y comenzaron a discutirse ideas entre quienes integrábamos las dos divisiones de quinto año, en cuanto a lo interesante que resultaría incluir –además de la ceremonia de entrega de medallas y diplomas- un espectáculo original, que se alejara de los parámetros comunes para estas ocasiones y que pusiera una nota de color.
   Por entonces, fines del ’64, la beatlemanía ya había estallado en todo el mundo. Se había estrenado en Argentina, un par de meses después que en los países centrales, la primera película de Los Beatles, “A hard day’s night”, en blanco y negro, dirigida por Richard Lester. Eso sí: en nuestro país, con un nombre impresentable (“¡Yeah, yeah, yeah! John, Paul, George y Ringo”. Daba vergüenza ajena...). La fui a ver con mi vieja, mis hermanas y mi hermano, al ex cine Gran Star, sobre la Av. Rosales, a mitad de camino entre Haedo y El Palomar. Y a mi vieja... le gustó, tradicionalista y conservadora en sus costumbres como era, más allá de su sentimiento profundamente peronista. A mis hermanas y hermano también; todos la disfrutamos... con la salvedad de que el pelotudo que escribe esta historia se pasó la película tratando de detectar detalles que derrumbaran un mito que comenzaba a difundirse por algunos medios: que Los Beatles eran trolos...
    Queda, entonces, sugerida la idea central en cuanto al espectáculo del cierre del año en el Esteban Echeverría: había que hacer una parodia de Los Beatles. ¿Pasando un disco y haciendo payasadas en el escenario? ¿Disfrazados de ellos, pero haciendo algo así como un play back? No, nada de eso. Lo que se acordó fue disfrazarnos de ellos... pero cantar nosotros, en vivo y en directo. Y claro... ¿quién de los que teníamos cierta experiencia musical había tocado una guitarra eléctrica alguna vez? Y menos todavía... ¿dónde encontrar a un baterista, en nuestras divisiones o en el resto del colegio? Habíamos dos que nos manejábamos bastante bien con guitarras criollas, Rúben Mighetti y yo. Otro de los compañeros de quinto, Juan Carlos Lamas, nos tiró la idea salvadora: “Che, mi hermano está acá, en segundo año. Él toca la guitarra y tiene un conjunto, si quieren le podemos hablar”. Y nos fuimos de raje a hablar con el susodicho hermano, Alberto Orlando Lamas (Beto, de ahora en más). Aceptó participar del plan con mucho entusiasmo y, algo importantísimo, aseguró la presencia del baterista de su grupo, Quique Contreras.
   Comenzó allí una carrera contra reloj para aprender, al menos, dos temas para interpretar el día del espectáculo. Los elegidos fueron ‘All my loving’ y ‘A hard day’s night’, que estaban entre los más populares de ellos en aquel momento. Hubo un detalle: ‘All my loving’ sería cantado en inglés, dado que habíamos podido conseguir la letra. En cambio ‘A hard...’ debió soportar ser cantada en castellano, con la letra que habían popularizado Sandro y Los de Fuego (escrita por Ben Molar, que era una letra-en-castellano, no la traducción del inglés), ya que la escasez de tiempo y el apuro nos impidieron obtener el original. Los ensayos se hicieron en la casa de Rúben (con alguna ‘escala’ en la de Beto, si no recuerdo mal). Ah... ¿Y los flequillos? ¡Eeheeeee! ¿De dónde sacar los flequillos, con nuestros pelos bien cortitos, a la usanza de la época y tal como lo indicaban ‘la moral y las buenas costumbres’? Gran invento la arpillera... De algún lugar salió un retazo, el cual fue dividido en cuatro y nos proveyò a cada uno de una simpática, peculiar y tercermundista ‘peluca beatle’.
Y llegó el día. Fines de noviembre (las clases finalizaban indefectiblemente el 30 de ese mes). Madres, padres, hermanos, amigos, conocidos, novias, novios, familiares en general de quienes egresábamos. Y todo el colegio en pleno, desde luego. Consabidos discursos, consabidas medallas y diplomas, mientras se aguardaba la sorpresa del cierre, que ya había sido anunciada por quien oficiaba de... y, sí, se le llamaba ‘maestro de ceremonias’. Detrás del escenario (un backstage modelo ’64) ya estábamos los cuatro, Rúben y yo habiendo pasado a recibir nuestras ‘condecoraciones’ respectivas, y Beto y Quique esperando. Telón cerrado. Quique arma su pequeña batería, mientras Rúben, Beto y yo nos vamos acomodando ante el único micrófono disponible. Se apagan las luces, quedando sólo las indispensables en la parte opuesta del salón. Y el presentador –impecable- que, mientras se va descorriendo el telón con el escenario a oscuras, va introduciendo a la gente en lo notable que era que un grupo muy popular, un grupo inglés que estaba arrasando con todo en todo el mundo se hiciera presente en la fiesta de egresados del Esteban Echeverría. El murmullo inicial se iba transformando de a poco en asombro y gritería (aclaremos: todavía no estaba tan asumido masivamente que era imposible que Los Beatles viajaran a la Argentina...). Y, con el telón abierto, el escenario aún a oscuras, un foco se enciende desde el fondo y la estocada final: “-Con Uds....... ¡Looosss Beatleeessss!”  Arrancamos con ‘All my loving’ y, muy al contrario de lo que podría pensarse, el descubrimiento de la truchada no disminuyó el entusiasmo entre la gente. Se dieron cuenta de quiénes éramos y la gritería se redobló, mientras nos acompañaban saltando y aplaudiendo. Y con ‘A hard day’s night’ hasta se unieron cantando con nosotros.
     La ovación final partió de todos: compañeros, familiares, profesores, preceptores, etc.  Hasta la muy apreciada, pero estricta, rigurosa, formal y ...¿chapada a la antigua? profesora Zappettini, de Literatura, vino a saludarnos y a felicitarnos por la idea. ¡Y nos dio un beso a cada uno!
     Evidentemente, algo grosso habíamos hecho. Por la originalidad de la idea, por habernos tomado el trabajo de interpretar nosotros los temas, como pudiésemos, con los elementos que tuviéramos, pero poniendo el cuerpo nosotros en el escenario, sin haber optado por la facilidad de la ridiculización o del playback, creo que causó un impacto pocas veces visto hasta entonces, y luego también, habida cuenta de testimonios de egresados anteriores y posteriores del Echeverría.
    La parodia se había transformado, en definitiva, en mucho más que eso, y abrió una puerta que –no lo sabíamos todavía- conduciría a una aventura hermosa, bohemia, creativa, vital. El sueño inconcluso, ciertamente.

3. INCURSIÓN EN EL LEJANO OESTE

   Utilizando terminología actual, puedo decir que el virus ya había invadido nuestros respectivos discos rígidos. Queríamos más... Así se sucedieron algunas reuniones informales, si se quiere ‘proyectos de ensayos’, en la casa de Quique en razón de que allí estaba ubicada la batería. Un galpón bastante cómodo al fondo, detrás del taller de sastrería de su papá.
   Vale volver atrás un instante, y mencionar que si Beto castigaba a la guitarra con cierta delicadeza y Quique hacía lo mismo con su batería, ello se debía a que ambos integraban un grupo: ‘Los Luckys’, junto a Edgardo (primo de Quique), quien castigaba con no tanta delicadeza a un bajo eléctrico, y a un cantante cuyo nombre debo confesar que se me borró del todo. Allí aparecimos, entonces, Rúben y yo. El cantante, de a poco, se sintió... o desplazado, o aliviado, vaya uno a saber, y comenzaron sus ausencias, con aviso primero y sin aviso ninguno después. Mezclando guitarras criollas con lo poco eléctrico que había, empezó a ir delineándose un ‘repertorio’ que configuraba una muestra del eclecticismo más notable: ‘A hard day’s night’ en castellano, y ‘All my loving’ en inglés coexistían pacíficamente con ‘La Bamba’ y ‘Perfidia’, y hasta una versión en horroroso spanglish de ‘Unchain my heart’ (por entonces popularizada por el cantante portorriqueño Trini López, integrante del clan Sinatra). ¡Ah! Con lo del spanglish no dejó de haber alguna anécdota hilarante: tema ‘Boys’, cuya versión beatle ya se difundía bastante. Habíamos acometido la tarea de tratar de tocarla, a ver qué pasaba... pero sin tener la letra en inglés. Tal que, fonética mediante, los que teníamos cierta base de la secundaria intentábamos desembrollar la pronunciación nasal de Ringo. Hasta llegar a la frase “...but boys now...”: su fonética (‘batboisnau’) logró convencer a Edgardo de que Los Beatles estaban diciendo ‘paponia’, un vocablo muy en uso por entonces (un sketch cómico radial, Radio Paponia; o bien, como sinónimo de algo valioso o deseable y fácilmente alcanzable). Bien: la controversia hizo que ‘Boys’ quedara para mejor ocasión.
   A nuestras reuniones informales comenzó a acercarse un conocido, quizás no tan amigo-amigo, con quien yo mantenía buena relación. Vivía cerca de mi casa natal, en Haedo. Su nombre era –o seguirá siendo, no me preocupa demasiado...- Hugo Castagno. Si hago esta acotación, es poque prefiero adelantar que Hugo fue nuestro ‘representante’ durante un año aproximadamente. Luego, la vida lo llevó por otros andariveles y, de ser empleado en el  F.C. Sarmiento, pasó a ingresar a la Gendarmería unos años más tarde y, otros años más tarde, a convertirse en cómplice de la apropiación de bebés durante la dictadura militar, como fue denunciado puntualmente luego de que comenzó la cadena de arrepentimientos iniciada por el represor Scilingo.
Volviendo a los ensayos del grupo que mantenía el nombre de Los Luckys sólo por inercia, Hugo nos comentó un día que él tenía gente conocida en un club de General Pico, La Pampa. Si nosotros nos animábamos a armar un repertorio suficiente, él podría viajar allá y tratar de que nos contrataran para cuatro noches del Carnaval 1965, que ya estaba cercano. Decirnos eso y comenzar nosotros a caminar por las paredes fue todo una sola cosa. Desde luego que el repertorio se armaría como fuese, y allá se fue Hugo, a visitar a sus amigos de General Pico.
    A su regreso, y escuchando su relato, pensamos que estábamos soñando: nos habían contratado por cuatro noches (sábado, domingo, lunes y martes), a  m$n 15.000.- (quince mil pesos moneda nacional) por noche. Imposible poder determinar una equivalencia con nuestro valor monetario actual. A título comparativo, puedo consignar que la entrada para nuestros recitales iba a costar m$n 200.-, en un club de ciudad del interior de muy buen nivel. Es decir: como comienzo, nada mal... Claro, hubo un ‘pequeño’ detalle. Cuando Hugo concluyó el contrato con la gente del Club Argentino, fue necesario precisar el nombre del grupo... y él no recordó cuál era el dichoso nombre... Por lo tanto, muy suelto de cuerpo, dijo: “Son Los Búhos”. “¡¿Los Búhos?!” exclamaron azorados sus amigos del club, en referencia a un grupo bastante popular por entonces en Buenos Aires. “Y... No son los de la tele y la radio. Lo que pasa es que estos muchachos ya tenían el nombre registrado desde antes, y no lo quieren cambiar”, fue la patraña urdida por Hugo para salir del brete.
    De ahí en más, nos dedicamos a preparar un repertorio con lo que fuera, ‘...mezcla rara de Museta y chancho ‘el monte...’, como solía decir Landriscina parafraseando al tango. Con una impasse de pocos días, a raíz de un ataque de alergia que me invadió violentamente (alergia a vaya a saber qué demonios, y que no me abandonó nunca más) continuaron los preparativos y llegó el día de la partida. Esperando el tren, a las 05:00 a.m. en Haedo, a Hugo se le ocurrió que lo acompañara hasta la casa de un amigo de él, en Morón, para ir a buscar un micrófono adicional, por lo que pudiera pasar. Total, el tren para Gral. Pico llegaba a las 06:30. Nos fuimos a Morón, el amigo no estaba y –de regreso en la estación, y con tiempo suficiente- Hugo me propuso gastarles una broma a Beto, Rúben y Quique que esperaban en Haedo. La idea era seguir hasta Ramos Mejía, y luego volver justo a la hora de la partida del tren. Nos imaginábamos la cara de angustia de aquéllos al ver que no llegábamos. Pero... la cara de angustia fue nuestra, al ver que el tren que habíamos tomado en Morón, no paraba en Haedo, no paraba en Ramos, no paraba en Ciudadela... era rápido a Liniers. Y el tiempo se iba acortando. A punto tal que, esperando el local que paraba en todas en Liniers... vimos pasar el tren de larga distancia con destino a General Pico. Cuando finalmente arribamos a Haedo, no había ni rastros de nuestros compañeros, ni de los equipos, ni de nada, se habían ido por su cuenta. Rápidamente nos fuimos a Once. Otro tren, ni de casualidad hasta el día siguiente. La única alternativa fue conseguir un micro hasta Pehuajó, después se vería. Al llegar, pudimos enganchar otro hasta Trenque Lauquen pero, previamente, Hugo compró una caja de Curitas para montar una ‘puesta en escena’. Desde Trenque Lauquen habló por teléfono con el club (teléfono bien antiguo, de los de bocina que –ya por entonces- en Buenos Aires se veían sólo en los museos) avisando que nos esperaran, que habíamos tenido un accidente, que......
    Tomamos un taxi, camino de tierra y no sé cuánto tiempo después llegamos al Club Argentino de Gral. Pico, cerca de la una de la mañana. El resto del grupo ya había hecho una entrada alrededor de las 23:00. Aparezco junto a ellos en el escenario... cubierta la cara y los brazos con las curitas que había comprado Hugo. Gran aplauso, por el ‘esfuerzo’ realizado para complacer al público que nos esperaba...
    A todo esto, vaya una aclaración. Hugo había inventado lo del nombre de Los Búhos, con la acotación mencionada. Pero... la gente del Club Argentino prefirió obviar la acotación como atractivo para el público. De modo que la ciudad estaba empapelada con afiches que aseguraban que éramos los ‘frenéticos flequilludos’, artistas de radio y TV en Buenos Aires. Y ahí no había arpillera disponible para improvisar pelucas, así que... a tirarse el poco pelo que había para adelante y a tocar. Con otro agregado producto del caradurismo: imposible comprar guitarras eléctricas para los tres (al menos para Rúben y para mí) porque no había un peso. Pero para todo hay una solución: colocar micrófonos de audio dentro de las cajas de las guitarras criollas ¡y listo, quién iba a reparar en ello!
   Tocamos las dos primeras noches. La gente, inmutable cuando largábamos algún tema en inglés. Eso sí: al escuchar La Bamba, por ejemplo, ahí si se armaba el gran baile gran y todos contentos. Tanto fue así que, para evitar contratiempos, en una de las entradas hice durar el tema como veinte minutos (lo cantábamos Rúben y yo, pero la ‘orden’ de arranque partía de mí). Hasta que caí en la cuenta de que teníamos que cortarlo: desde el fondo se escuchó la voz sonora de Quique, transpirado, jadeante, que me gritaba: “¡Pará, hijo de puta, que no aguanto máaassss!”.
    La gente no mastica vidrio, es el dicho, y pudimos comprobarlo. Por más que hubo un lleno total en las dos noches; por más que el club recaudaba $ 200.- por cabeza cuando, en otra entidad cercana, para ver a Ambar La Fox y Buby Lavecchia se abonaba $ 180.-, no se comieron la truchada. Lo convocaron a Hugo y cancelaron las dos noches restantes. Eso sí: para que no nos viéramos perjudicados, nos pagaron $ 20.000.- por cada noche, en vez de los $ 15.000.- pactados. Era aquí... en Argentina... pueden creerme.... no estoy loco.
    Conclusión: las dos noches que quedaban decidimos permanecer de joda en General Pico. Luego regresamos y –al menos en lo que a mí respecta- dormí treinta y seis horas seguidas.
    Y no creo que los verdaderos Búhos hayan podido tocar jamás en aquella hermosa ciudad pampeana...

   
4. LOS SHAKERS

    La incursión por Gral. Pico, un ejemplo acabado de improvisación y caradurismo, tuvo –no obstante- un par de saldos positivos. Por una parte, nos puso frente a cuestiones puntuales para resolver, de inmediato y en forma conjunta, y lo más importante nos permitió tocar frente a mucha gente –mucha, de verdad- y medir su reacción y estado de ánimo, aún cuando estuviese esa gente presenciando una truchada. Por otra parte, siguió afianzándose la idea de formar una banda de veras, que fuese más allá de un festival escolar o del atractivo económico en unos carnavales improvisados (de nuestra parte, claro). Así se produjo la primera visita a Daiam, el ‘templo’ musical de Talcahuano al 100 que todavía existe, para comprar dos guitarras eléctricas. Bajo, todavía no... dado que no teníamos bajista. Y comenzaron los ensayos en serio en Oncativo 82, Ramos Mejía, en la casa de Juan Carlos y Beto (en un salón que se encuentra en la parte delantera, y en el que habia funcionado un negocio, algún tiempo atrás). Los Luckys ya no existían. Como remanente, había quedado un equipo que nos sirvió para ir viendo como era eso de tocar con guitarras eléctricas de verdad: El Gaucho, así dimos en llamarlo. Y lo fue, qué duda cabe. Tanto, que no sólo nos acompañó durante toda la trayectoria de la banda, sino que fue el catalizador de una entrañable relación que –con la consecuente mutación provocada por el tiempo- se mantiene hasta hoy: la amistad con los hermanos Hugo y Osvaldo Fattoruso.
    Fines del verano/comienzos del otoño del ’65. Con una previa campaña publicitaria amplísima, llegan a Buenos Aires Los Shakers. Era un grupo uruguayo que tenía, como antecedente más inmediato, una exitosa temporada de verano en el boliche I’Marangatú, de Punta del Este. La promoción había tenido, como eje central, la imagen beatle que exhibían sus integrantes (pelos... ‘larguitos’, digamos; trajes, botitas, etc.) relegando a un segundo plano sus notables cualidades musicales. Se quería aprovechar el impacto mundial de la beatlemanía y el hecho, ya asumido por mucha gente, de que difícilmente Los Beatles llegasen alguna vez a nuestro país, aunque dicho arribo era anunciado indefectiblemente por los medios cada seis meses. A modo de beatles rioplatenses, entonces,  Los Shakers habían generado una expectativa descomunal. La campaña había estado muy bien diseñada y llevada a cabo. Por diversas conversaciones posteriores con ellos, entiendo que los términos contractuales no fueron tan prolijos, pero eso es algo que deberían develar los propios interesados, es decir: los hermanos Hugo y Osvaldo Fattoruso, primera y segunda guitarra, respectivamente; Roberto Capobianco (Pelín), bajo, y Carlos Vila (Caio), batería.
    Pocos días después de su desembarco en Buenos Aires, la disquería “ABC Musical” (ojalá recuerde bien el nombre) de Morón empapeló dicha ciudad y sus alrededores con afiches que anunciaban que Los Shakers se harían presentes para firmar autógrafos. Y lo hicieron. El día en cuestión, luego de salir del trabajo, fui corriendo a la disquería, y ellos ya estaban adentro. Se había congregado una buena cantidad de gente, vivándolos y esperando los autógrafos, mientras ‘Rompan todo’ hacía temblar los vidrios de la cuadra. Finalmente, pudieron firmar no más de una decena de fotos de ellos y algún papel que aparecía en la mano de alguien, para evitar que más de uno corriese el riesgo de morir asfixiado, tal era el apretujamiento y la desesperación por obtener el ‘obsequio’. Por mi parte, no pude conseguir ninguno, pero logré hablar con Roberto –el dueño de la disquería, a quien conocía desde poco tiempo atrás y con quien había comentado sobre nuestra banda en formación- y me adelantó que, diez días después, Los Shakers ofrecerían un recital en el Club Morón, en su sede ubicada –entonces- en Casullo y Nuestra Sra. del Buen Viaje, de esa ciudad. Como él era miembro de la comisión directiva del club, me invitó a que fuera, ofrecimiento que –desde luego- fue aceptado gustosamente.
Hacia allí fuimos, pues, Beto, Juan Carlos, un primo de ambos cuyo nombre quedó en el olvido, Quique y yo, con la ansiedad del caso por tratarse de Los Shakers y porque era la primera vez que presenciaríamos un recital de una banda de renombre (no habían existido demasiadas, convengamos, que hubiesen atraído nuestra atención, sin desconsiderar la habitual flaqueza de nuestros bolsillos, que nos imponía ver por TV o escuchar por radio a las pocas nacionales por las que pudiésemos sentir algún interés). Aparecieron los ‘quías’, atravesando el larguísimo salón del club, ya terminado el trabajo de los plomos, apenas se tomaron treinta segundos para saludar con las manos y arrancaron con ‘Keep searching’. Nosotros, a no más de un metro y medio del escenario, bajo, sobre un rincón, o sea que recibíamos de lleno la bestial andanada de música elaboradísima que lanzaban Los Shakers sobre sus espectadores. Estábamos en un estado de éxtasis indescriptible (noooo... no nos habíamos ‘dado’ con nada; no teníamos guita ni para una cerveza). Desfilaron todos sus temas más notables por entonces: ‘Más’, ‘Rompan todo’, ‘La larga noche’, etc. Cuando llegó el momento del último tema,  el equipo de Pelín no quiso más: se plantó y no hubo ruego ni golpe que lo hiciera reaccionar. Venían ya de dar tres o cuatro recitales esa noche, y todavía les faltaba uno en Ezeiza, como integrantes que eran de la troupe del programa ‘Escala Musical’, de Canal 13. Cuando ya se vio que no podrían finalizar su show allí, Roberto me preguntó, desde el escenario: “-Che, González, Uds. que tienen un ‘conjunto’... ¿No le prestarían un equipo a los muchachos, para el último recital que les falta?-“  Yo (tan puntilloso, siempre, la gran puta...) dije, en voz no muy alta, que no. Y era cierto: no teníamos equipo de bajo. Ése fue el momento en el que recibí un codazo de Juan Carlos en las costillas que no me quebró alguna de pura casualidad: “-¡Pará, Roberto! ¡Si, si tenemos un equipo!-” Allí se decidió rápidamente que irían en el auto de ellos hasta la casa de Beto y Juan Carlos, a buscar a nuestro querido “gaucho” que tendría que aguantarse los cimbronazos del bajo de Pelín. No pude acoplarme, porque apenas había lugar para los dos hermanos en el auto, de modo que me enteré del resultado de la ‘odisea’ al día siguiente: recogieron el equipo, fueron a Ezeiza, tocaron y –al regreso en Oncativo 82- quisieron pagar por la “gauchada” (sin juego de palabras). Supongo que debe haber sido Juan Carlos quien se negó rotundamente, nunca lo supe con exactitud, con el consentimiento de Beto. Quedaron agradecidísimos, ya que los habíamos salvado de una brava. Nos invitaron a visitarlos en el hotel en donde estaban parando, sobre la calle Lavalle en pleno centro. Acordamos por teléfono, fuimos a verlos (Juan Carlos, Beto, Quique, Hugo y yo), merendamos juntos, nosotros en la quinta escala de la gloria...
   Como menciono un poco más arriba, han transcurrido desde entonces treinta y seis años. Sucedieron innumerables hechos, buenos, regulares y malos. Pero aún hoy puedo exhibir con mucho orgullo la amistad cálida y genuina que, en lo personal ahora, me sigue uniendo a los dos Fattos, más allá de que muchas veces ella se exprese sólo a través de conversaciones telefónicas o por correo electrónico.

5. CON NOMBRE, YA ES OTRA COSA...

    Rúben no se ‘comió’ la historia del encuentro con Los Shakers. “¿Así que los conocieron, y se hicieron amigos? Daaaleee, no me jodan...”, ésa fue su reacción al día siguiente, domingo de otoño por la tarde, cuando nos encontramos para tocar un rato. La incredulidad no era injustificada. Los Shakers estaban, por entonces, en un pedestal y no resultaba demasiado creíble el relato del encuentro, más aún cuando él no había ido al recital. Además convengamos: el hombre se había prendido con la parodia porque éramos todos compañeros de colegio, y con la ‘aventura’ en Gral. Pico porque... unos mangos nunca vienen mal. Pero cuando la idea de conformar una banda en serio ya iba robusteciéndose día a día, se le presentó el momento de la decisión: o seguir con esto sin demasiada convicción o volver a las fuentes y continuar con lo folklórico, que era su verdadera vocación. Y se decidió, nomás. Ese mismo domingo nos dijo que se iba.
     A Quique lo impactó bastante la ida de Rúben. Se le fue el ánimo al piso, volvió –quizás- a ubicar su interés por la actividad musical en el nivel en el que estaba un tiempo antes, cuando ya Los Luckys se hallaban en un estado... vegetativo, digamos. Concluyó en que su vida tenía otras prioridades y poco después, una semana o diez días más o menos, también él nos avisó que abandonaba el proyecto.
    Allí nos quedamos Beto y yo, entonces, mirándonos las caras y en largas conversaciones tratando de elucubrar alguna solución, porque ambos teníamos toda la intención de seguir para adelante. Contábamos con el apoyo incondicional de Juan Carlos, quien nos acompañaba en todas, pero sin comprometerse musicalmente: a pesar de nuestros esfuerzos, no pudimos convencerlo de que se animara con algún instrumento. En una de tantas charlas, Beto mencionó a un compañero de colegio de él, a quien consideraba del “palo” (por usar terminología actual). Lo invitó a uno de nuestros ensayos –más bien podría decirse que éramos Beto y yo tratando de sacar algún tema-, cantó un poco con nosotros, buena voz, potente, y nos manifestó su entusiasmo por unirse al grupo, comprarse un bajo y aprender a tocarlo. De ese modo, Carmelo Colotta (en adelante Dany, apodo artístico que se autoimpuso) pasó a ser parte de lo que para nosotros ya se estaba convirtiendo en una formidable quijotada.
     Pero todavía faltaba el factor aglutinante, el común denominador, el elemento determinante para comenzar a delinear la identidad de la banda: el nombre. Tal como era el estilo por esos tiempos, se imponía utilizar un vocablo en inglés (los nombres en castellano habían comenzado a devenir ‘antiguos’). Y se inició la búsqueda, la recorrida por revistas, diccionarios, materiales varios que nos permitieran encontrar una palabra que nos atrapase a todos. Estando Rúben todavía como integrante, yo había sugerido el nombre ‘Brutals’, pero en la escritura fonética que aparecía en el diccionario: ‘Broo-tals’. No tuvo demasiada aceptación, parecía demasiado fuerte y, además, había-que-usar-una-palabra-inglesa-tal-como-era... (ta’ bien, ta’ bien, pero a mí me gustaba...). Si mal no recuerdo, fue Beto quien recorrió un diccionario de pe a pa y encontró un  vocablo que le pareció adecuado: ‘Wizards’ (magos, hechiceros). Hubo algunas dudas, a mí –particularmente- me sonaba medio ‘flan’, hubiese preferido algo más contundente. Pero, puesto a discusión (ya entre Beto, Dany, Juan Carlos y yo) quedó aprobado. Nos llamaríamos, democráticamente hablando entonces, Los Wizards.
    Ya teníamos nombre, aunque todavía nos faltase aprender a cantar bien en inglés –onda de la época-, a tocar bien y a tener un bajo y conseguir un nuevo baterista. Casi nada.
    Pero habían nacido Los Wizards. Ya era otra cosa...

6. EL PERFIL

     Era imprescindible la incorporación de un batero. Porque Quique ya no aparecía por los ensayos ni para hacernos pata en la preparación de algún tema (actitud comprensible, por otra parte, desde el momento en que su decisión había sido la de colgar los botines), y porque no nos era posible avanzar sin el instrumento que –a mi juicio- constituye la base fundamental de cualquier banda de rock and roll. Podíamos tirar un tiempito sin el bajo de Dany, e ir aprendiendo temas, sus letras, sus armonías vocales, perfeccionando la base rítmica de las guitarras y Beto ir puliendo su digitación dado que, en el reparto de roles, le había tocado el de primera viola. Pero era imperioso contar con un baterista.
    Ya que está mencionado el tema de los roles, es oportuno aclarar que los tres cantábamos, y que para mí había quedado la responsabilidad de la guitarra rítmica, la armonización vocal y la función de solista (compartida ésta con Dany). Dependiendo del tema, y cuando era necesario un solista o una voz principal, evaluábamos a quien se le ‘acomodaba’ mejor: Dany tenía –y sigue teniendo- un timbre vocal más potente y agudo que el mío. Juan Carlos, mientras tanto, iba delineando la tarea que cumplió a gusto durante toda la trayectoria de la banda, es decir, ser el ‘alma mater técnico’ sobre el escenario y detrás del mismo; antes, durante y después de cada recital. Ya comenzaba a investigar circuitos, cambiar válvulas (pueden reírse, lectores menores de 35 años...), hurguetear en conexiones, etc.
     No puedo recordar con precisión si fue a sugerencia de Beto o de Juan Carlos (había sido compañero de alguno de los dos en el Nacional Nro. 13) comenzó a ensayar con nosotros Rolando Catanzaro, un batero cuya adhesión al estilo que estábamos construyendo no era mucha, pero que tuvo la deferencia de venir a ensayar con nosotros por ganas de tocar, nada más. Muy buen tipo, por otra parte. Con él fuimos  un par de veces a algún cumpleaños de quince o eventos similares, presentaciones que conseguía Hugo, quien todavía oficiaba de ‘representante’. Pero, después de no más de dos o tres meses, tanto Rolando como nosotros convinimos en que el entusiasmo debía ser parejo, y que él se iría sin problemas ni bien contactáramos un baterista que transitara la misma línea que el resto.
Y, a instancias de Dany, apareció el tal baterista. Era conocido suyo y de su familia. Perdonará quien esté leyendo esto, pero de esta persona voy a consignar solamente el seudónimo artístico que adoptó: Moonie. Yo no creo en brujas... solía decir mi vieja. La cuestión es que, bastantes años después, ya disuelto el grupo y por otras circunstancias, pude experimentar que este quía es ‘piedra’, ‘semáforo’, ‘mufa’, bah...., por lo que omitiré su nombre real a fin de evitar que la PC comience a derretirse, o que se me caiga el techo encima en el preciso instante en el que estoy escribiendo este relato. Era un muy buen baterista (y escribo ‘era’ porque, finalizada su experiencia con Los Wizards, no volvió a tocar nunca más), con mucha técnica, muy buen oído, de los que no aflojan jamás el ritmo. Y devoto, como el resto, de la línea a la que nos habíamos volcado.
       Debo citar, en este punto, que nuestro repertorio estaba constituído casi en su totalidad por temas beatles: ‘Thank you girl’, ‘I saw her standing there’, ‘You can’t do that’, por mencionar solamente algunos. También estábamos comenzando a meternos con algún tema stone (‘Stupid girl’), nos atraían The Byrds, aunque sin incorporar todavía algo de ellos, y tratábamos de bucear en las creaciones de Los Shakers, cuyo estilo –una mezcla bien lograda de rock, pop, con elementos jazzísticos y de bossa nova- se nos hacía bastante impenetrable.
     Los temas propios aún no habían hecho su aparición. Había mucho que aprender, todavía. Mucho que experimentar, mucho escenario que transitar, muchas horas de ensayo, fatiga, fracasos y logros.
     Pero el perfil se estaba plasmando. Al menos, sabíamos lo que queríamos y hacia dónde ir. Necesitábamos, simplemente, aprender a caminar solos.
     Y, sobre todo, Dany necesitaba un bajo.  

7. LAS ‘PALIZAS’ QUE SUELE PEGAR EL PÚBLICO

    El año 1965 seguía su curso y, con él, nuestras vidas, nuestro avance como banda, cuestiones particulares, el país...  Al margen de que el proyecto más importante, en lo personal, se había volcado decididamente en la consolidación de Los Wizards, yo continuaba completando el curso de ingreso a la Facultad de Ciencias Exactas el que, por entonces, se desarrollaba en la sede que la Facultad tenía en la calle Perú, en donde está ubicada la sección administrativa de la Manzana de las Luces. Fue un año muy intenso, tanto en el aspecto académico como en el político. Aprobé el curso (transcurrida la mitad del año siguiente largaría todo...), y no me perdí concentración o manifestación alguna que se realizara, ya fuera por el Plan de Lucha de la C.G.T. contra el gobierno de Illia, realizado con apoyo de los universitarios, ya fuera en las marchas contra la participación argentina en la ocupación de la República Dominicana, concretada por los yankis, participación ésta que era impulsada por el canciller de nuestro gobierno, Miguel Angel Zavala Ortiz. Encararlo desde el punto de vista actual, con una sociedad desmovilizada, parece un relato de ciencia ficción: decenas de miles de personas en la calle, todos los días, con objetivos, polémicas, aún enfrentamientos, pero con ímpetu, con garra, con... huevos, si se me permite (por entonces, no teníamos que exigirnos a nosotros mismos: “Vamos compañeros, hay que poner un poco más de huevos...”, porque los huevos ya estaban instalados socialmente). Y con el fervor militante que se acentuaba y reforzaba día a día.
    Si hice esta introducción, fue para pintar un ligerísimo panorama de lo que era la sociedad argentina por entonces, y para que se comprenda cuan fácil era lograr que la gente se movilizara, tanto para manifestaciones populares como para recitales musicales, por ejemplo. Y también sirva de explicación para entender el porqué del paréntesis que abrí en el trabajo militante: Beto me encaró, durante un ensayo, y me planteó que mi trabajo político podía jugar en contra de la marcha de la banda, ante el riesgo de que yo cayera en cana, o porque me quitaba tiempo para contribuir en la evolución del grupo (los tiempos empezaban a ponerse feos para los activistas populares, y la represión se endurecía). Y me convenció. E inicié el paréntesis. Sí, fue el mismo Beto que –siete años después- me convencería de lo exactamente contrario, retomar la militancia.
La banda continuaba su marcha. Los ensayos eran cada vez menos reuniones para boludear un rato, cantar un poco, tomar mate o contar chistes, y cada vez más sesiones de perfeccionamiento y afianzamiento. Escuchábamos hasta el hartazgo los temas que eran candidatos a ingresar al repertorio (sí, en un Winco los escuchábamos... ¿dónde, si no?), para lograr lo más decorosamente posible los riffs o puentes de viola de Harrison, los redobles de Ringo, las armonías vocales de los temas en los que había más de un cantante –casi todos-. No puedo recordar si fue por una de las últimas intervenciones de Hugo como representante, o por gestión de algún conocido, tuvimos la oportunidad de tocar en un club de Haedo, “El Trébol”, una entidad barrial que tenía por entonces un salón inmenso. Esa noche se presentaban, como atracción principal, Los Wawancó (parte de esa época también: los solistas o grupos musicales muy populares tocaban invariablemente todos los fines de semana en clubes de Capital y Gran Buenos Aires, apilando hasta cinco o seis ‘bailes’ por noche). Ya sea por el atractivo de la banda cumbiambera, o porque los clubes se llenaban de gente porque sí –tal como lo consigno más arriba-, lo cierto es que “El Trébol” estaba repleto: había aproximadamente 2.500 personas según el encargado de la boletería (fuente confiable, si las hay). Llegamos en una camioneta que se consiguió a último momento y... allí  se fue Juan Carlos con unos amigos que oficiaban de plomos a preparar el equipo para las guitarras y la batería. Ah, sí... porque seríamos principiantes, no tendríamos bajo, nos pagaron monedas por nuestra actuación... pero el jefe técnico y los plomos hacían su trabajo previo, y luego nosotros hacíamos nuestra entrada, qué joder... Dany se llevó una guitarra, para no aparecer en el escenario sin nada en las manos (obviamente, no la conectó al equipo ni tocó, porque no sabía...) pero sucedió algo increíble. Pudo ser porque el trabajo de bombo de Moonie era impecable, o porque Beto y yo reforzamos los graves de nuestras guitarras, la cuestión es que cuando arrancamos con ‘I saw her standing there’ tanto la gente del club como el público comenzaron a saltar, a batir palmas, a bailar, a ovacionar, y –como si todo esto fuera poco- el tema salió compacto, fuerte, convincente. Ahí nos agrandamos, y el resto del recital fue un goce, para el público y para nosotros.
     Nuestra actuación duró unos treinta y cinco minutos. Pero no se crea que ello sucedió por falta de repertorio, o porque el club nos impuso ese límite de tiempo: todos los recitales tenían esa duración. Aún los de los artistas más consagrados. Aún los recitales de Los Beatles u otras grandes bandas internacionales tenían esa duración. Era eso lo acostumbrado, y por tal razón se podían apilar tantos ‘bailes’ por noche.
    Notable, lo del público. En Gral. Pico nos mataron con la indiferencia cuando cantábamos en inglés. En alguno que otro cumpleaños de quince a los que fuimos a ‘amenizar’, los saladitos, canapés, sandwiches de miga, pilchas de los concurrentes, etc., merecieron más atención que nosotros (“Ah, si... los chicos del ‘conjunto’. Sí, tocan bien...”). En “El Trébol”, un montón de gente loca de alegría con lo que Los Wizards brindaban desde el escenario.
     Realmente notable lo del público.

    

8. OPINIÓN DE UN EXPERTO

    Los ensayos en Oncativo 82 se estaban comenzando a convertir en pequeños mini-recitales. ¿Por qué afirmo esto? Porque, de a poco y sin que nadie lo buscara, comenzaron a venir chicas y chicos a vernos tocar, a acompañarnos, a cebar mate, a estar con nosotros, simplemente. Los había ocasionales, otros permanentes, algunos se acercaban para ir viendo cómo era eso  de armar una banda, y se bancaban todo... sabiéndose como se sabe que debe haber  pocas cosas más tediosas, aburridas y embolantes que aguantarse un ensayo desde afuera de los que lo realizan (y, a veces, desde adentro también...).
     Entre quienes frecuentaban más asiduamente nuestro ‘laboratorio’ se encontraban dos personas que, algún tiempo después y por razones diferentes, iban a estar directamente relacionadas con la evolución de Los Wizards: José Luis Padilla (amigo de la infancia de Juan Carlos y Beto) y Micky Valenzuela. Por entonces, José Luis también nos acompañó a algún recital y ofició de plomo.
Mientras tanto, la vinculación con Los Shakers se acentuaba, se consolidaba y se enriquecía. Íbamos a visitarlos a menudo al departamento del edificio de San Martín 933 al cual se habían mudado. Para nosotros, era algo así como tocar el cielo con las manos el sólo hecho de compartir una charla con ellos, escuchar algún disco nuevo que les llegaba (allí nos deslumbramos al degustar por primera vez la delicadeza estilística de ‘Rubber Soul’, comienzo de la ruptura entre la primera y la segunda etapa de Los Beatles, por utilizar un esquema un tanto antojadizo: es mucha la gente que afirma que cada nuevo álbum de ellos era una etapa distinta de la que reflejaba el anterior). Y divertirnos con la personalidad y las anécdotas del ‘Viejo Fatto’ (a) Churrasquito, el padre de Hugo y Osvaldo. Poco tiempo antes, habíamos asistido con ellos al estreno de la peícula ‘¡Help!’, en el cine Gran Rex, si la memoria no me falla. Gran revuelo en la calle Lavalle; la vimos cuatro veces, en continuado (luego, yo la repetiría –con el paso del tiempo- dieciseis veces más...). También allí pudimos conocer a Ruben Rada cuya humanidad, por entonces, alcanzaría aproximadamente al 40% de la que ostenta orgullosamente hoy. Cantaba música jazzera, en la onda de Ray Charles, y –característica precursora si las hubo- usaba un aro en su oreja derecha, condición que le generó el nombre artístico con el que se presentaba en recitales y en T.V.: “Aros” Rada. Vivía con Los Shakers porque se había venido de Montevideo prácticamente con lo puesto. Era grande el departamento. El conocimiento nuestro con el querido negrazo no fue, precisamente, el reflejo de las enseñanzas de algún antiguo conde ruso. Yo le pido a Hugo permiso para ir al baño, abro la puerta... y me lo encuentro a Rada sentado en el inodoro; lejos de turbarse, me saluda lo más campante: “-Qué hay, bo’-“. Cierro la puerta, prudentemente y, cuando sale se acerca a nosotros, se presenta estrechándonos la mano, frotándose la barriga y nos comenta: “-Qué carajo comí anoche... ¡los pedos se me resbalan solos, bo’-“. También hubo, por ahí, un partido de fútbol en el que intervinieron, además de ellos y nosotros, los integrantes de una banda sueca que, en aquel momento, alcanzó cierta popularidad en Buenos Aires: “The Con’s Combo”. Otra sorpresa para Los Wizards asomándose al gran mundo del espectáculo. La de encontrarnos con tipos similares a los que uno veía en las revistas musicales inglesas o norteamericanas: flacos, blanquísimos, pelos rubios muy, muy largos. Y Pelín ostentando sobre su cabeza un gorro de lana, y Juan Carlos gastándolo: “-¿Dónde lo compraste? ¿En Testai?-“. Con la rápida respuesta: “Testai... haciendo el vivo, Gordo. Me estás cargando...”. Para quienes no hayan oído hablar de ella, Casa Testai era uno de los comercios de artículos deportivos más importantes de Buenos Aires. The Con’s Como se disolvió poco tiempo después y sus integrantes regresaron a Suecia, excepto Uwe Monk, que se quedó en Buenos Aires y a quien recuerdo –última vez que lo vi- conduciendo un programa de música para la juventud en televisión.
     Durante una de las tantas visitas, lo invitamos a Hugo para que vieniera a escucharnos a uno de nuestros ensayos. Y aceptó, sin problemas. Para ese día, les pedimos a nuestros habituales acompañantes de laboratorio que no vinieran, pues queríamos aprovechar la visita del ‘master’ a fondo y sin interferencias. Vino acompañado de su primera esposa, Carlota Erdhardt (espero que esté bien escrito el apellido), se sentaron en un rincón del salón y Hugo, escuchó, escuchó, escuchó... todo lo que quisimos tocar -sin bajo y sin micrófono para las voces, recuerdo-. Pasaron varios temas beatles, también alguno shaker, y pasó también el primer tema propio, que no tenía nombre todavía (y que, al día de hoy, aún carece de él). Cuando finalizamos, nos miró, la miró a Carlota, y con su mejor cara de tipo franco y sin dobleces como es, nos dijo: “-Loco... suenan bien, muy bien. Lo de los temas beatles está bueno. Lo de los nuestros también, gracias. Pero laburen más con temas de Uds., como ese que tocaron. Está buenísimo. Eso sí: cómprense un bajo ‘mañana’, el más barato que encuentren, no importa. Pero es imprescindible.-“. Cuántas cosas, ideas, sentimientos nos quedaron dando vueltas después de que se fueron. Todo esto se vio reforzado cuando en nuestra siguiente visita a San Martín 933, aproximadamente un mes después, ni bien entramos al departamento Hugo se sentó al piano y se puso a tocar... ese tema. Juro que se me hizo un nudo en la garganta, al oir algo mío tocado por él. Se acordaba de la melodía íntegra... ¡y lo había escuchado una sola vez!. A renglón seguido, quizás motivado por la emoción, me mandé una huevada atómica. Siguiendo el espíritu absolutamente ‘mercantil’ que siempre caracterizó a Los Wizards, le dije: “-Che, Hugo, si el tema te gusta, regístrenlo y tóquenlo Uds., se los regalo...-“. Se levantó del taburete y, lo aseguro, creí que me ‘embocaba’. “-¡¿Pero vos sos boludo o te hacés?!  Registralo vos y tóquenlo Uds.... ¡el tema es tuyo, loco!-“.
      Creo que si hoy le pido que trate de recordarlo, le costará algunos instantes y lo va a lograr. Del mismo modo que, hablando por teléfono después de varios años de no vernos, me saludó hace poco tiempo con un estruendoso “-¡Qué hacés, ‘Pepe wizard’-“, cuando el ¿último? recital de Los Wizards tuvo lugar hace 33 años...
      Todo un personaje, el Hugo.

    

9. CON TODO LO QUE HAY QUE TENER

     El hambre por escuchar, por aprender, por reproducir el material que nos llegaba era voraz. Constituía una parte importante de los ensayos: pasar una y otra vez los discos de Los Beatles, de los Stones, de The Dave Clark Five, de The Yarbirds, de The Byrds, de Los Shakers. Descartando lo que considerábamos superfluo, o lo que no nos satisfacía demasiado. Y de lo otro... repitiendo riffs de guitarras, redobles, bases de bombo, armonías vocales. Este marco ecléctico le iba dando forma a un modo bastante particular y llamativo de entender y absorber el rock y pop, o música ‘beat’, como se denominaba por entonces a este último género. No había demasiado preciosismo, es bueno remarcarlo, pero sobraba fuerza, garra y un trabajo vocal que no era demasiado frecuente en las bandas de nuestro nivel. Y tampoco en algunas de las muy notables.
     Seguíamos contando, valga también la mención, con la tolerancia, con el acompañamiento, con la aquiescencia... o con la resignación de los vecinos de Oncativo y de doña Sara, la mamá de Juan Carlos y Beto. Si algo debe figurar ineludiblemente en el ‘debe’ del balance wizard, es el total de siestas arruinadas invariablemente todos los fines de semana... y por varios años.
     Finalmente, Dany se compró un bajo. Respondiendo a la influencia del actual Sir Paul, era del estilo ‘violín’, pero con la caja más pequeña, un diapasón más largo, y macizo, pesado, robusto. El equipo era casero, armado por un amigo de él. Y ahí se largó el tano, a practicar todo lo que podía y agilizar la digitación que ya había comenzado a ejercitar, utilizando los dos entrañables manojos de salamines picado grueso que tenía y tiene por manos.
     Al mismo tiempo, esto dio lugar a otro desafío para mí. Ninguno de los cuatro había estudiado música jamás, pero yo era el que más experiencia tenía en este asunto del trabajo de conjunto, ayudado por una oreja que cumplía su cometido con corrección. Por consiguiente, me tocó también la responsabilidad de escuchar las líneas de bajo de los temas que incorporábamos al repertorio y pasárselas a Dany. Con las imperfecciones del caso, claro: ni todo lo que yo escuchaba y le pasaba era tal cual, ni lo que él reproducía era tan fiel y ajustado a lo que yo le transmitía. Pero logró ir modelando su trabajo, le perdió ‘miedo’ al instrumento y, sobre todo, la banda ya obtuvo el sonido compacto y redondo que necesitaba.
No puedo precisar con exactitud si fue el primer ‘recital’ (luego se comprenderá el entrecomillado) con la base instrumental completa, pero se nos dio la oportunidad de tocar en una institución barrial, el club “Unidos de San Carlos” del barrio del mismo nombre, en La Matanza. Habíamos conversado con dos de los organizadores en el bar La Victoria, en Av. de Mayo al 100 de Ramos Mejía. Se acordó una intervención nuestra de unos 35/40 minutos, a cambio de una suma de dinero no muy importante, pero suficiente para solventar los gastos y quedarnos con una pequeña diferencia. Fuimos hasta allí montados todos, banda, equipos, plomos, en un camión sin barandas a los costados. Calles de tierra, luces mortecinas, un marco adecuado sin dudas a un sainete del arrabal de los años  ’20. Cuando llegamos al club, y los plomos comenzaron a bajar los equipos, se escuchó por un altavoz que daba a la calle a un presentador que anunciaba nuestro arribo: “Queridos amigos, quiero comunicarles que ya están con nosotros nuestros artistas de hoy. Acaba de hacer su llegada la ‘jazz tropical’....¡Los Wizards!”. Nuestras caras de asombro (mezclado con algo de cagazo, ciertamente...) estaban para una galería del absurdo. “¿¡Jazz tropical!? ¿Y ahora, qué carajo hacemos, nos ponemos las guayaberas?” nos dijimos entre nosotros, ataviados como estábamos al mejor estilo beatle, con poleras negras de cuello alto, botitas, pantalones también negros, ajustados. Nada más lejos del look cumbiamba. Decidimos entrar y hablar con los organizadores para explicarles lo que ya habíamos conversado con ellos respecto a la onda que hacíamos. Fue una idea inteligente de nuestra parte... siempre y cuando no hubiésemos encontrado el cuadro que paso a detallar. A uno de ellos se lo había tragado la tierra, y el otro estaba acodado en la barra, mirando hacia la pista, haciendo esfuerzos para no caerse del pedo que tenía, y relojeando a una mina muy fuerte, balbuceando unas palabras alejadas de todo eufemismo: “A esa morocha hoy me la garcho...”. Inútil explicar nada, entonces; subimos al escenario, tocamos tres o cuatro temas de nuestro repertorio, en inglés, y –al ver los rostros hostiles que ya se iban dibujando en la concurrencia- saludamos con la mejor cara de póker que pudimos poner, apagamos todo y en un abrir y cerrar de ojos ya estuvimos todos montados nuevamente en el camión, con el ruego al chofer de que saliéramos rajando porque si no, nos mataban.
      Varios días después, y relatando jocosamente entre amigos detalles de la aventura,   nos acordamos de que no habíamos reclamado aunque sea una parte del dinero que se nos prometió....

    

10. EL AGUANTE

     Así como en el capítulo anterior se hizo mención explícita a la tolerencia, a la resignación, a la comprensión, de vecinos o parientes, creo que corresponde ampliar un poco la cuestión, darle el lugar que merece, porque jugó un papel relevante en la libertad que hemos encontrado para aprender, crear, movernos, disfrutar de esta búsqueda que habíamos iniciado. De este sueño inconcluso.
     Porque Los Wizards estuvieron siempre al margen de cualquier ‘cliché’, y en este aspecto también. No teníamos un mango, pero había ‘plomos’ que venían con nosotros por el simple gusto de acompañarnos; vivíamos de nuestros trabajos; sacamos una banda de rock como un conejo de la galera del mago; tocábamos en donde se presentara la oportunidad, sin preconcepto alguno; nos dábamos el gusto de mezclar en el repertorio temas beatles y stones, cuando la rivalidad entre ambas ‘hinchadas’ de dirimía a golpes con más frecuencia de la que suelen consignar testimonios o crónicas de esa época; no disponíamos de sala de ensayo, debidamente acondicionada para no joder al mundo; ostentábamos con orgullo la vinculación con la banda que,  por entonces, arrasaba en récords de público y ventas de discos (cuando a muchos de sus pares –y esto es absolutamente verídico- ellos no les daban ni la hora). Y éramos queridos, lo puedo asegurar.
     La madre de Beto y Juan Carlos, Sara, era una mujer sufrida, separada de su marido, con una vida nada fácil desde siempre. Su carácter era hosco, poco condescendiente y –a menudo- demostraba un grado de tolerancia hacia el resto del mundo cercano al punto de congelación. Y sin embargo a nosotros nos ‘bancaba’, nos protegía, a su modo nos daba cariño. No sólo porque no opuso demasiados reparos a que le invadiésemos su casa en el salón que utilizábamos para ensayar; tampoco lo hacía cuando la invasión se repetía en la cocina o en el comedor,  para tomar algo fresco en verano o unos mates calentitos en invierno, estuviésemos o no en un alto de nuestro trabajo. O en el dormitorio de los dos hermanos, para ver por televisión alguna emisión de los pocos programas de música juvenil que había por ese tiempo: “Escala musical” y el importado “Shindigs”, por nombrar un par de ellos. Quizás refunfuñaría o nos regañaría por momentos, pero estaba junto a nosotros.
La familia de Dany lo aguantaba en su nueva experiencia, siempre y cuando no dejara de estudiar. Él estaba completando el secundario y, en una oportunidad, nos comentó una anécdota que por muchos años nos hizo desternillar de la risa, aún después de Los Wizards. Vivía con sus padres y tres hermanos. Todos italianos, en general de pocas palabras y trabajadores ‘de sol a sol’ en el taller de repuestos para motos que tenían en su casa. Un día cualquiera, Dany le comentó a su padre que –si las cosas con el ‘conjunto’ marchaban bien- quizás debiera dejar de estudiar, al menos por un tiempo.
La respuesta no dio lugar a ningún malentendido: “-Mirá Carmelo, vo’  decá d’estudiare  e yo te rompo una pata-“. Demás está decir que Carmelo/Dany aún conserva sus piernas intactas. Fuera de ello, su familia no interfería en la actividad musical, y hasta alguno de sus hermanos nos vio tocar alguna vez. Claro: todo tiene –o tuvo- un límite; ya se verá...
     La familia de Moonie disfrutaba mucho de lo que hacíamos musicalmente. Venían a menudo a nuestros ensayos y se quedaban largos ratos escuchándonos, a pesar de que tanto al padre como a la madre el rock and roll les resultaba un tanto... alocado ¿vio? Y ese ambiente, y esos pelos largos... pero cuando arrancábamos con “I’m looking through you”  se derretían. No recuerdo si presenciaron algún recital nuestro, pero también nos demostraron cariño y aguante. Hubo alguien que no nos aguantó tanto, pero también se verá...
    Mis viejos no transitaban la mejor etapa de su vida en pareja, al contrario. Mi viejo, inmigrante español, se hallaba en lo que serían sus últimos meses de vida –aunque aún no lo sabía-, era alcohólico y realmente no tomó demasiada conciencia de mis incursiones rockeras; sólo en una oportunidad me recomendó que me cuidara por lo del pelo largo, porque la policía andaba a la caza de chicos en esas condiciones, lo cual era cierto. Con mi vieja no existían, todavía, demasiadas controversias. Yo estaba estudiando, trabajaba, y si bien su formación musical pasaba por un ángulo muy distante al rock, disfrutaba de Los Beatles, no tanto de Los Shakers y lo nuestro le gustaba. Mis tres hermanas y mi hermano me hacían pata, vale la mención. Tanto mi madre como mis hermanas y mi hermano nos vieron tocar en algunas oportunidades. Y disfrutaron.
      Cito otra vez su nombre porque es absolutamente válido: José Luis Padilla. Compañero incansable de los ensayos, ‘plomo’ en algunas ocasiones, y... ya se verá.

    

11. LOS REPRESENTANTES

    Hubo otro aspecto, en el que Los Wizards demostraron que se podía estar fuera de cliché y conformar una banda de rock que sonara bien y tuviera oportunidad de mostrar en público lo que sabía hacer: los representantes, o managers, o como quiera llamárseles a estos personajes que –desde siempre- han aplicado puntillosamente la metodología de quedarse con la parte del león del dinero que generaron/generan sus representados.
    A excepción de Hugo, tan iniciado en el negocio musical como nosotros, nunca pudimos dar con alguno de los ‘experimentados’ que respetara lo que salía de nuestro trabajo, que no intentara condicionarnos, que nos ´vendiera’ tal y como sonábamos. A modo de ejemplo de los escasos ejemplares de este género que formaron parte de nuestra historia (quizás la parte menos nítida, pero parte al fin...), voy a mencionar a Mario Azzerboni. No recuerdo en absoluto cómo diablos fue que llegamos a él. Lo cierto es que concretamos una entrevista en su oficina, diseñada y decorada como lo estaban la mayoría de las que eran utilizadas con esos fines por estos individuos que pululaban y merodeaban por el ambiente artístico. No para impulsar nuevos valores y apoyarlos en su trayectoria. Para medrar, simplemente. Un escritorio, algunas sillas, y muchas, muchas fotos de artistas ignotos –como nosotros, por ejemplo-, otros medianamente conocidos, y algunos pocos consagrados, cuya relación con el sujeto en cuestión podría uno poner seriamente en entredicho (conseguir una foto autografiada por El-Astro-Del-Momento nunca fue tarea difícil, convengamos; ni antes ni ahora). Lo único positivo que rescato del tal Azzerboni es que nos puso en conocimiento, con mucha anticipación, de un fenómeno que se daría en Capital y Gran Buenos Aires al cabo de largos años: el auge de la música cuartetera. En el medio de una conversación protocolarmente cordial, nos preguntó: “-¿Uds. saben quién es el artista que más discos ha vendido y vende en la República Argentina?-“. Nosotros esbozamos algunas respuestas acordes con la visión que se podía tener desde nuestra edad y desde nuestra relación con la actividad musical: mencionamos a Gardel, Palito, Los Beatles, etc., nombres taquilleros, si los había (sin comparar calidades, queda claro). Su respuesta fue: “-No, están equivocados. Es el Cuarteto Leo. Aquí, en Capital no los conoce nadie, Uds. tampoco. Pero desde el límite del Gran Buenos Aires para afuera se cansan de presentarse en público, grabar discos y vender. Ya va a llegar, lo de ellos.-“. Conocía el negocio el hombre, no quedaba duda alguna.
Nos hizo firmar un contrato para ir a tocar durante dos de los cuatro días de Carnaval de 1966, en un club de Empalme Lobos, un pueblito ubicado a escasos 2 km. de la ciudad de Lobos. El pago por dos presentaciones por noche no era demasiado suculento pero, como otra cosa no habíamos conseguido, decidimos aceptar. El viaje en tren fue divertido. Con el F.C. Sarmiento hasta Merlo, y luego combinación con el ramal que, saliendo de esa estación, llegaba hasta Lobos. Cantando en el vagón, haciendo bromas livianas y no tanto entre nosotros, respondiendo los saludos que nos brindaban las chicas desde las estaciones intermedias o al paso del tren (con una carcajada característica de Moonie, y alguno que otro gesto obsceno con dedicatoria), y sin demasiadas quejas de parte del resto de los pasajeros, llegamos a Empalme Lobos, los cuatro Wizards, Juan Carlos y José Luis Padilla. La estación reunía las características propias de un ‘paradero’, bien de pueblo; incluída una vieja –pero todavía elegante- locomotora a vapor, estacionada en sus alrededores. Nos alojamos en un pequeño hotel, frente al club. Éste era una entidad de pueblo, con los rasgos habituales: un escenario pequeño, una pista de baile grande, bar al costado, una cancha de fútbol afuera. Y la de bochas, infaltable. Confieso que en esta experiencia se nos mezclaron algunas escenas de la historia y la filmografía beatle: hotel sencillo como en los primeros tiempos de Hamburgo,  viaje en tren y corridas de noche por la cancha de fútbol, al estilo de la película ‘A hard day’s night’. No está nada mal, creo, meterse un poco en la fantasía cada tanto, y sentirse protagonista de algo... que también era parte nuestra, aunque los verdaderos hacedores no hubiésemos sido nosotros.
     No voy a extenderme demasiado en cuanto a las presentaciones. Pudimos tocar algo de lo nuestro pero, por exigencia de don Azzerboni y habida cuenta de nuestra –según él- falta de ‘dominio de este negocio’, esta vez si.... tuvimos que tocar música tropical. La alternativa: volverse a Buenos Aires y sin un mango. A hacer el esfuerzo, pues,  de recordar las letras de las pocas cumbias que cada uno de nosotros podía haber memorizado. Y a tocarlas, por primera vez, sin ensayos, nada... (insertando, por ahí, algún tema de nuestro repertorio). “-Tano... ¿te animás a tocar el huiro?-“, le pregunté a Dany. Y se animó, mientras José Luis desgranaba sus habilidades de bailarín cumbiambero entre las señoritas que lo rodeaban en la pista. Tan mal no debe haber salido, ya que la gente siguió bailando y no se mostró disconforme. El ‘representante’ tampoco. Hubo buena venta de entradas, en fin... otra estupenda oportunidad para templarse frente al público, resolver rápidamente la forma para salir del paso, y reirnos luego como locos comentando en el tren de regreso (entre nosotros y con unas ocasionales compañeras de viaje que conocimos allí) las andanzas tropicales de una fervorosa banda de rock and roll.
    ¡Ah! Esta vez sí. Nos pagaron. Un dinero que estuvo a punto de pasar a manos ajenas en Marcos Paz, cuando las ocasionales compañeras de viaje nos invitaron a hacer un alto en el recorrido y dar una vuelta por la plaza de la ciudad, en plena madrugada. La posibilidad de pasar un rato de jolgorio se evidenciaba en gestos e insinuaciones varias... hasta que se empezaron a dibujar las siluetas de unos nada jolgoriosos representantes del sexo masculino que comenzaron a acercarse con intenciones más que claras. El comienzo de la carrera wizard hasta la estación resultó instantáneo y el trayecto fue cubierto en breves segundos. Menos mal que Juan Carlos (que se había quedado sin compañera de ‘joda’) había permanecido en el andén con toda la guita. Y menos mal que el siguiente tren demoró apenas unos minutos. A salvo quedó, pues, el dinero ganado a puro rock y cumbia. Y la integridad física y.... ¿moral? de los ‘langas’ que pensaron, por algunos instantes, convertir en bacanal la madrugada de Marcos Paz.
     Pero que quede como avance del relato: los mejores recitales de Los Wizards, los que más nos gratificaron, aquéllos de los cuales salimos más satisfechos tanto el público como nosotros, fueron conseguidos sin intervención de representante alguno.

         

12. “¿DÓNDE ESTÁ LA GUITARRA MÍA...?”

     El año 1966 avanzaba, y con él se iban generando cambios profundos en la banda, en cada uno de nosotros en forma individual, en nuestras familias, en el país.
     Quede como anécdota, al pasar, la oportunidad en la que fuimos a acompañar a Los Shakers durante uno de los recitales que tenían programados para los Carnavales de ese año, luego de finalizada nuestra incursión por Empalme Lobos. Por primera y única vez oficiamos de ‘plomos’ de ellos. Fue en la “acadé” (Racing Club de Avellaneda, para quienes no estén iniciados en la jerga futbolera). No fueron los únicos artistas notables, desde luego: antes de que les tocara entrar a ellos, y como una muestra de lo escasamente compartimentados que estaban los ‘bailes’ de Carnaval por entonces, tuvo lugar una estupenda presentación del querido y hoy recordado ‘troesma’, don Osvaldo Pugliese con su orquesta. El Viejo les dejó a Los Shakers un ambiente cálido y con ganas de joda y diversión. Estaba para salir con fritas, y así fue: la gente loca de alegría con ellos y viceversa. Fue arrasador. Terminamos a las cuatro y media de la mañana, devorándonos unos bifes con papas y ensaladas varias, en un boliche ubicado frente a San Martín 933 (reitero: allí está el edificio en el que vivían).
       Mientras tanto, la situación del país y del gobierno de Arturo Illia se iban deteriorando a pasos agigantados. También las libertades individuales y la facilidad de moverse y expresarse. El 29 de junio, Illia es depuesto por las FF.AA., y reemplazado por una Junta de Comandantes que al poco tiempo designa por unanimidad (tres votos... diría Tato Bores) a Juan Carlos Onganía como presidente de la Nación. En un contexto mundial que apuntaba precisamente para el lado opuesto, en Argentina comenzó una persecución medieval contra pelos largos, minifaldas, entidades culturales, sindicatos combativos, autonomía universitaria (se produjo la malhadada Noche de los Bastones Largos, que provocó el éxodo de centenares de científicos, técnicos, profesores, alumnos, del cual nuestro país creo que nunca llegó a recuperarse del todo. Valga un ejemplo: César Milstein fue uno de los exiliados). Nada se salvó del antihistórico Cruzado que habían instalado en la Casa Rosada.
En lo personal, había iniciado la carrera de Física, en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales. Mi trayectoria por esos niveles académicos no fue demasiado prolongada: en el mes de junio, precisamente, y poco antes de que se produjera “La Noche...” citada en el párrafo anterior, decidí que la Física me importaba un bledo, y hasta ahí llegué. En ese mes también se produjo el fallecimiento de mi viejo, y cerró por vaciamiento fraudulento la fábrica de caramelos Cambuí S.A., en la que había trabajado desde 1961. Demasiado, todo en un solo mes: Los Wizards para arriba, la carrera universitaria al diablo, se fue la democracia, se fue mi viejo y me quedé sin trabajo. Y con la vieja... las relaciones empezaron a crisparse, sobre todo por el tema universitario. Desde su ángulo era comprensible: después de una escuela primaria y secundaria impecables, después de meter el curso de ingreso como por un tubo... el nene largaba todo y se dedicaba a la música... y, encima, al rock and roll. En lo laboral, por suerte, tuve la gran ayuda de Carmelo/Dany, su padre y sus hermanos, que me dieron una ubicación en su taller de repuestos de motos. Y bueno... de oficinista administrativo contable a aprendiz de tornero, fresador, balancinero. Costó un poco, pero es sabida la cara que tiene la necesidad, y creo que –salvo algunos lapsos excepcionales- debo haber sido un hereje desde que nací. Otro dato anecdótico: tres veces zafé de que la cana me cortara el pelo. Todas ellas en ocasión de volver de ensayar, de noche (habíamos comenzado a trabajar también durante la semana), en bicicleta, la ‘camioneta’ detrás de mí, y yo metiéndome en cualquier casa –como que era mi casa- y el vehículo siguiendo de largo. Si eso sucediera en los tiempos actuales... me dejaría cortar el pelo mansamente, antes de meterme en cualquier casa y comerme un balazo (de parte de sus habitantes, o de parte del gatillo fácil).
     Beto, Juan Carlos, Dany y Moonie pudieron retener sus trabajos, por fortuna. A excepción de Juan Carlos y yo, los tres restantes se habían enganchado con respectivas novias, con distinto grado de compromiso.  Ninguno de ellos inició carrera universitaria alguna. Y la banda crecía y se afiataba musicalmente, el sonido era cada vez más redondo, compacto, convincente. Y los recitales se sucedían con mayor frecuencia. Un boliche de San Justo (primer piso, lindo escenario, mucha gente). Me apena no recordar el nombre del lugar, dado que allí tuvimos nuestro primer ‘pogo’: chicos y chicas locos de contento con lo que hacíamos, pidiéndonos temas que ni siquiera teníamos en el repertorio. Y extrañados por la mezcla beatle/stone/shaker. En otra oportunidad, nos habían invitado a tocar en una recepción, cena y baile –con nosotros, claro-. La única paga fue... la comida. Debimos ir de traje y corbata pero, como muestra de la ‘sustanciosa’ retribución percibida, nos fuimos cruzando la pista de baile y portando entre los cuatro.... un gigantesco pan flauta de un metro y medio, más o menos, que nos robamos de la cocina.
Día de la Madre de ese año. Una querida profesora de Historia que nos había tenido de alumnos en el Esteban Echeverría, la Sra. Proietto, nos invitó a participar de un festival que, por ese motivo, se había organizado en el club Gimnasia y Esgrima de Villa del Parque. Se ofrecieron a pagarnos el flete para los equipos, más no podían. Y aceptamos con gusto, ya que era una forma de comenzar a mostrarnos en otros ámbitos. Contratamos un flete, cargamos todo en Oncativo 82 y, tras andar unos veinte metros se escucha la voz de Beto, el eterno despistado: “-¿Dónde está la guitarra mía? ¿Nadie la cargó?-“. No Beto, si no la habías cargado vos... ninguno tenía un valet personal. Regreso a buscar la guitarra mía, y allí sí, partimos. En el trayecto quedamos de acuerdo con el fletero para que agregara, a lo que sería su tarifa, $ 500.- de aquella època, el valor de un disco muy codiciado por nosotros. Llegamos al club... y casi salimos corriendo de vuelta para Ramos Mejía: entre los concurrentes más conocidos estaban el jefe de la Policía Federal y la plana mayor de esa benemérita institución, incluyendo a su capellán, el padre Gardella. Mientras aguardábamos nuestro turno para subir al escenario, escuchábamos un murmullo bastante persistente, sin saber muy bien porqué se producía. Finalmente llegó nuestro momento: tocamos sólo tres temas. Recepción un poco fría con el primero, ambiente algo más cálido con el segundo y, antes de comenzar el tercero... el caradura que escribe este relato tuvo la idea de dedicar la última canción a todas las madres, en su día, y con mucho cariño. Porque esa última canción era ‘Girl’. Estruendosa ovación, aplausos reforzados, y algunas minitas, muy chetas ellas, que nos clavaban los ojos con miradas alejadas totalmente del espiritual clima maternal de la reunión. Nos felicitaron, tanto la profesora como el resto de las organizadoras; nos pagaron lo acordado (con el arreglo que le propusimos al fletero incluído) y nos volvimos tranquilamente para Ramos Mejía. Antes de llegar al salón, nos metimos en una disquería de la calle Mitre y compramos, con nuestros $ 500.-, el disco tan ansiado: el recién aparecido en Argentina “Revolver”. Salimos de raje para el salón, descargamos todo... y allí nos encontró la madrugada, tirados en el piso escuchando el álbum por enésima vez.
     Algunos días después, la profesora nos comentó que, ni bien nos vieron entrar al club, el Jefe de la cana le dijo por lo bajo: “-Esos melenudos sucios acá no tocan...-“. Ella se deshizo en explicaciones, en cuanto a que éramos buenos muchachos, muy buenos ex alumnos, que la moda, que esto o lo otro. Y no había caso, estuvieron a punto de impedirnos actuar. Se dio la casualidad de que subimos al escenario en el preciso momento en que nos habían bajado el pulgar, y ya era tarde: hubiese sido muy alevoso, en ese ámbito, hacernos bajar. El resto ya está relatado: se pudo comprobar una vez más que la buena música domestica a las fieras. Hasta tuvo que admitir, el susodicho jefe, que tocábamos bien....”-Pero, profesora, dígales que se corten esos pelos...-“.

            

13. EL LABORATORIO Y LA GRABACIÓN

     Hubo varias y reconfortantes presentaciones en vivo en 1966, además de las mencionadas. Teníamos previsto dar un recital en el Club Tessei (Villa Tessei, cerca de Hurlingham) el 4 de junio; fue justo ese día que se produjo el fallecimiento de  mi padre, por lo que no pudimos cumplir con el compromiso. Y en la zona del Club ya se habían pegado una buena cantidad de afiches anunciándonos (por supuesto, ya no como ‘jazz tropical’...). Pero no hubo falta de presencia: Beto, Dany y Moonie, junto a Juan Carlos, fueron hasta el Club, hablaron con sus directivos explicando el porqué de nuestra ausencia, y pidieron permiso para subir al escenario y brindar las excusas del caso a la gente que, nobleza obliga, no diré que estaban esperando ansiosamente por nosotros. La mayoría, posiblemente ni sabía quiénes éramos, pero habían concurrido al club en muy buena cantidad, convocados por la actuación de una banda en vivo. Las excusas fueron dadas y la gente las recibió bien, como una muestra de respeto por parte nuestra, según me comentaron aquéllos en pleno velatorio de mi viejo, cuando regresaron de allá. Realmente ésa  había sido la intención: no dejarlos colgados, aunque no pudiésemos tocar. Tanto fue así que los propios directivos del club valoraron la actitud y decidieron proponernos la postergación del recital por una semana. Aceptado y cumplido, el sábado siguiente fuimos muy bien recibidos al subir a tocar, con un respetuoso aplauso, que se convirtió en lo habitual una vez que transcurrieron tres o cuatro temas: baile, saltos, gritos de aprobación... y las señoritas, colgadas del borde del escenario, mirándonos con ojos ‘criminales’ y haciendo caminar sus deditos por encima de nuestras botas. Daba para cualquier cosa, pero algo de oficio ya habíamos acumulado: no conocíamos al barrio ni a nadie del público, entre ellos todos sabían quién era cada cual, y nosotros éramos los mismos de siempre, es decir, los cuatro del grupo, Juan Carlos y algunos amigos/plomos y nadie más. La prudencia y el instinto de conservación aconsejaban hacer la ya clásica reverencia, juntar todo e irnos con la frente alta, esquivando el riesgo de una huída indecorosa. Y olvidándonos de los deditos...
     Hubo, además, una nueva presentación en el club El Trébol, de Haedo, esta vez ya completos, con el bajo de Dany (no como en la ocasión anterior) y jugando un poco de locales. Esto último quiere significar que había disminuído sustancialmente el riesgo de una huída indecorosa, y que los deditos no fueron ignorados.
Lo que brindábamos en el escenario no era otra cosa que el resultado del trabajo de laboratorio en los ensayos, cada día más meticuloso y cuidando de detalles, ‘yeites’, armonías vocales, junto a agilización de dedos y ductilización de las ‘orejas’. Todo bien adobado con empeño, mucho empeño. A modo de ejemplo, vaya el relato de una chicana que puse en práctica y que dio buenos frutos. Se nos ocurrió incorporar ‘Rain’ al repertorio; era un tema que nos deslumbraba, nos apasionaba, y más deseábamos interpretarlo cuanto más lo escuchábamos. No fue demasiado complicado lograr –entiéndase: a nuestro nivel, lejos de la perfección beatle- la base desgarrante de las guitarras, así como los redobles de batería, algunos bastante envenenados, que la oreja prodigiosa de Moonie transformó en realidad. Tampoco las voces: yo era el solista, y en los coros se unían Beto y Dany. Y todo cantado en inglés real (entre paréntesis, no ‘truchábamos’ casi nada en nuestros temas. Para cantar a la mayoría de ellos, conseguíamos las partituras, que venían con la letra en inglés incluída). Todo sobre rieles... hasta que le tocó el turno al bajo. Hay que convenir en que el trabajo que Paul Mc Cartney hace con este tema es  del más alto nivel que se haya alcanzado jamás en la música rock y pop. Había, por entonces, bandas profesionales que no se le animaban a ‘Rain’ precisamente porque a sus respectivos bajistas esta línea del instrumento les quedaba grande. Después de algunos intentos fallidos (yo escuchando el trabajo diabólico del Macca y transmitiéndoselo a Dany, para que tratara de lograrlo), y de trabajar la cuestión con paciencia y tenacidad, llegué a la conclusión de que el único y último recurso que quedaba era apelar al amor propio del tano. En el transcurso de una mañana de sábado, mientras trabajábamos en el taller, él en una fresadora y yo en un torno, nos pusimos a discurrir sobre el tema y le dije: “-Mirá, tano. Mejor nos olvidamos de ‘Rain’. Hay gente más capacitada que nosotros que no lo puede sacar. Dediquémonos a otro tema y más adelante, cuando vos te perfecciones un poco más con el bajo, quizás lo podamos encarar...-“. No respondió ni una sola palabra. Por la tarde llegó al salón, desenfundó el bajo, se sentó sobre una mesa y comenzó a atacarlo con denuedo. Iba y venía sobre el diapasón, subía y bajaba y no nos daba ni cinco de bolilla. Optamos por dejarlo solo e irnos al comedor a tomar mate, cambiando ideas en cuanto a cuál sería la forma menos dolorosa de decirle que se olvidara del tema y pasáramos a otra cosa. Después de dos horas, se escuchó el grito de Dany desde el salón: “-¡Che, vengan!-“. Fuimos. Y el muy terco... había sacado el bajo de ‘Rain’. No sería con la perfección beatle, claro está, pero se le parecía bastante. Conclusión: gran felicitación colectiva al tano, y el tema quedó incorporado al repertorio wizard.
Por esa época también se concretó la primera grabación en estudio que pudimos hacer. Habíamos elegido un tema que, en vivo, sonaba bastante bien: ‘The night before’. Fue en un estudio profesional, sin demasiadas pretensiones pero con lo necesario para lograr un buen producto. Había, incluso, un piano, en el que mis torpes dedos torpes trataron de reproducir por lo menos la envolvente intro que tiene el tema. Y un equipo para cada viola. Y Dany con el suyo. Y Moonie con su batería. Pero... ¡cuánto nos faltaba para ser profesionales en serio, queridos Wizards! No había público. Entonces, si no había público, no había calentura. Y si no había calentura, Los Wizards no existían. Era nuestro leit-motiv permanente, tanto en ensayos como en recitales: recibir el retorno inmediato de quienes nos estaban escuchando y realimentarnos con él. De alguna manera, así lográbamos lo que actualmente ponen en práctica las bandas que ensayan en salas apropiadas, y van tocando, grabando y escuchándose a medida que un tema cualquiera evoluciona. Nosotros no disponíamos de esa tecnología, por lo cual esa sesión de grabación, con un único tipo que nos daba indicaciones del otro lado de la ‘pescera’ y nosotros cuatro solos con la limitación que imponía la escasa hora que habíamos podido pagar (no podíamos hacer varias tomas, hasta lograr algo convincente), dio como resultado una versión fofa, insulsa y lavada de un tema fenomenal. Todos lo sentimos así, aunque nadie lo dijo en el momento. Como intento fue válido y mucho más como experiencia aunque, en realidad, no hubo demasiadas grabaciones de estudio en nuestra trayectoria como banda.
     Por supuesto, en esa oportunidad nos dieron el acetato (master) con lo que habíamos grabado. Desconozco absolutamente adónde fue a parar, con el paso del tiempo. ¿Puedo confesar algo? Tampoco quiero saberlo...  

         

14. EQUILIBRIOS

     Lo que esta secuencia de hechos, recuerdos, anécdotas, y vivencias, (más o menos valiosa según sea quien lo esté leyendo) trata de reflejar, es cómo el fenómeno social de una época y una década irrepetibles se trasladaron a lo doméstico, transformando la realidad de un conjunto de individualidades con escaso conocimiento previo y con interrelación inexistente en un proyecto colectivo dinámico, fuerte, sólido y ambicioso, más allá de la medición o el balance que puedan efectuarse a la luz de determinadas escalas de valores actuales. Sin factor económico predominante sobre cualidades o debilidades humanas, queda claro.
     Que nadie osara convencernos de esto en aquel momento, ojo al piojo: Los Wizards eran los tipos más ‘comerciantes’ del mundo; los que devenían en ‘fieras’ a la hora de discutir contratos; los que elaboraban un megaproyecto distinto todos los días, dilapidando por anticipado –y en teoría- las ‘fortunas’ que invariablemente iban a llover como el maná ni bien estuviésemos a punto y diésemos en encontrarnos con las personas que seguramente nos conducirían a ‘la fama’. Tanta ilusión, candor, inocencia o boludez (aplíquese el calificativo que más conveniente se crea) eran posibles no sólo por el marco externo aludido, sino también porque la adolescencia y la primera juventud –se sabe- son equivalentes a esponjas preparadas para absorberlo todo, se trate de la época que se trate.
     Y Los Wizards no fueron la excepción. Juan Carlos y yo, desde la altura de nuestros veinte años, éramos los mayores; Dany y Moonie ahí nomás, de cerca con sus diecinueve y, cerrando el lote, el pendejo caprichoso y arrollador: Beto, con diecisiete. Quienes nos rodeaban permanentemente y constituían nuestro soporte espiritual y logístico, integraban la misma franja  hormonal. Incluyendo, claro, a José Luis Padilla y a Micky Valenzuela, quien ocasionalmente nos había comentado que tenía un primo, Juan Armando Galván, que era baterista y que –con el tiempo- también se acercó a nosotros y vino a presenciar algunos de nuestros ensayos.  Lo que comento en cuanto a la ‘altura’ desde la que Juan Carlos y yo oteábamos el horizonte, tómese –por favor- con todas las reservas. Nada más lejos de que se nos rindiese pleitesía alguna: Juan Carlos era ‘El Gordo’ (porque lo era, y con ganas) y yo, ‘El Negro’ (porque lo era y lo sigo siendo). Con el infaltable aditamento de pelotudo, adosado invariablemente a cada apodo. Pero, a la hora de tener que tomar decisiones de fondo (y, por ahí, sin posibilidades de conversación previa o debate) todas las miradas convergían sobre nosotros aunque se tratara de cuestiones simples, como que alguno de los equipos se pinchase en el medio de un recital, como a los tres patazos de El Negro sobre el escenario, indicando el comienzo de cada tema (modalidad ésta reemplazada en la actualidad por el baterista golpeando sus palillos entre sí, o por medios electrónicos más sofisticados en las bandas de primer nivel).       Téngase en cuenta, también, que a esas edades hay una línea sumamente delgada que separa el equilibrio de la explosión verbal o física, al momento de dirimir posiciones encontradas. Porque, si yo soy la primera guitarra, tengo que tocar con ésta que suena mejor; porque, si no te gusta como sale este redoble, me chupa un huevo: vení, sentate y hacelo vos, boludo; porque, si el bajo de “I saw her standing there” es más complejo y yo no lo puedo hacer, váyansealcarajo, pego un portazo y me voy a fumar un faso a la vereda; porque parecemos sordos, mecagoenlaputamadre, cómo puede ser que no nos salgan las voces de “Nowhere man”. Y tantos otros porques...
       Las catarsis se daban natural y espontáneamente. Sentados alrededor de una mesa en el Café “Dos Avenidas” de Ramos (Av. de Mayo y Rivadavia), café o cerveza de por medio, con el agregado de alguna ‘Legui’ que yo solía pedir, llevado por la publicidad de la por entonces renacida caña de esa marca, lo cual traía siempre aparejada la gastada del resto “-¡Che, Segovia (el mozo)! ¡Traele una caña al negro barato éste!-“. O también dejando los instrumentos a un costado, apagando los equipos y hablando horas, de la banda, de cosas que nos pasaban a cada uno, de alegrías y angustias. O también tomando cerveza tirada, en la choppería Pop de Haedo (Av. Gaona al 1000), después de muchos recitales. O también como cierta vez en la que Beto y yo, sonriendo y jodiendo, comenzamos a ‘acariciarnos’ mutuamente las mejillas; las ‘caricias’ fueron transformándose en palmadas cada vez más contundentes... hasta que terminamos los dos revolcados en el piso, literalmente cagándonos a trompadas... pero en medio de risotadas y bromas, entre nosotros y por parte del resto que nos observaba, instándonos a seguir con el espectáculo.
      Cómo sería de fuerte y profundo lo que nos unía. A pesar de todo esto, el proyecto crecía y se consolidaba. Respetable y respetada banda, Los Wizards. Sus integrantes lo estaban logrando.

15. “CHAU, TÍO... NOS VEMOS MÁS TARDE”

         Ciertas cuestiones que se encaran, a menudo a fuerza de voluntad y garra como consecuencia de la escasez de conocimiento indispensable, tienen mayores posibilidades de transformarse en un éxito rotundo o un estrepitoso fracaso, de acuerdo al ángulo desde el cual se las evalúe. El conocimiento, tanto técnico como profesional, personal o musical, puede brindar una determinada seguridad en relación al rumbo que seguirá un emprendimiento, y también –porqué no- activar la aparición de los matices, de las ‘zonas grises’ que tendrán como objetivo relativizar tanto los éxitos como los fracasos, según se pretenda.
        En el ámbito de la actividad wizard no hubo jamás –salvo en contadas ocasiones, y generalmente por apreciaciones ajenas a los componentes del grupo-  espacio para esas zonas grises. Un solo de viola bien logrado por Beto, o el tano triunfando con el bajo de “Rain”, o Moonie logrando aceitadamente los redobles que quería, o quien escribe esto consiguiendo plasmar en la realidad una armonía a tres o cuatro voces, se convertían en triunfos aplastantes. Por el contrario, si alguna viola o el bajo se habían puesto a ‘carraspear’ en el medio de un recital, quedaba la sensación ineludible del fracaso, aún cuando el conjunto de la banda hubiese obtenido un buen sonido y logrado sostenidos aplausos por parte de la gente.
Por aquella época, el programa “Escala musical” de Canal 13 –a cuyo elenco pertenecían Los Shakers- tuvo una iniciativa que aparecía como atrayente: darle la oportunidad de presentarse en cámara a grupos o solistas de poco o ningún renombre. El método de selección era el siguiente: se convocaba a los ignotos talentos para que asistieran a una prueba en el Canal, generalmente a mitad de semana; se los hacía interpretar dos o tres temas, y luego el equipo de producción del programa (conducido por el Sr. Bayón, pido disculpas por haber olvidado su nombre) elegía a tres de los intérpretes, según las virtudes que –a juicio del equipo- hubieran exhibido. Los seleccionados debían concurrir a tocar el sábado siguiente en alguno de los clubes en los que operaba “Escala...”, y quien recogiera mayor adhesión del público se presentaría en vivo en la emisión inmediatamente posterior del programa, que iba los domingos. Pudimos hacer nuestro contacto con los productores, y fuimos citados para dar la prueba. Mientras hacíamos lo nuestro, hubo gestos bastante complacientes de Bayón y sus colaboradores –hecho inédito para Los Wizards: aquí no había más público que ellos, no estaba el calor de la gente, y sin embargo sonamos bien- y tuvimos la suerte de ser seleccionados. Esta prueba dio lugar hasta para un suceso anecdótico. Entre quienes nos estaban escuchando, recostado contra la pared del estudio, en un rincón, se encontraba un tipo flaco, de estatura mediana, pelos bien largos sobre sus hombros, pantalón y polera negros, presenciando la prueba en silencio, fumando tranquilo. Cuando finalizamos, se acercó a nosotros y nos estrechó la mano, mientras nos decía: “-Loco, qué bien que tocan, no aflojen, sigan así.-“. Hubo tiempo sólo para intercambiar un par de palabras más y se alejó. Era Litto Nebbia, por entonces transcurriendo su etapa con Los Gatos Salvajes, que también formaban parte del elenco de la “Escala...”. Los Gatos de ‘La Balsa’ recién harían su lanzamiento durante el año siguiente. Consigno esta anécdota no tanto por el elogio para Los Wizards, que fue bien recibido, qué duda cabe, sino para brindar testimonio formal de que –en algún momento- Litto ostentó una abundante y larga cabellera, y fue flaco...
        El lugar en el que debimos presentarnos el sábado siguiente fue el Centro Montañés. Al llegar vimos una gran cantidad de público, y nos fuimos detrás del escenario a esperar nuestro turno. Primero subió una banda llamada Los Beatniks (nada que ver con la homónima que poco tiempo después obtuvo cierto renombre), que cosechó sonoros aplausos y ovaciones de la gente. En segundo lugar tocamos nosotros, y cerró el espectáculo en vivo un grupo cuyo nombre debe estar en algún sitio de mi hemisferio cerebral derecho, pero andá a encontrarlo... Hemos recogido una buena cantidad de aplausos, casi inusitada dado que no éramos de la zona y no teníamos figuración pública, pero no alcanzó: Los Beatniks fueron los más vitoreados y, en consecuencia, fueron ellos los que al día siguiente tuvieron su espacio en la emisión de “Escala Musical”. Nosotros, en un honroso segundo lugar y la tercera banda... todavía hoy me pregunto cómo habrán hecho para superar la prueba en Canal 13.
     Cuando salíamos, junto con nuestros ‘plomos’ llevando equipos e instrumentos, vimos al cantante de Los Beatniks conversando con una persona que estaba dentro de la boletería del club. Justo al pasar nosotros detrás de él, escuchamos que le decía a esa persona: “-Chau, tío... Nos vemos más tarde-“.
     Como menciono más arriba, éxito o fracaso, según indique el cristal con el que se lo mire. O según el grado de parentesco que se tenga con el señor que estaba dentro de la boletería del Centro Montañés.

       

16. CRECIMIENTO DESPAREJO

     Aquéllos no eran tiempos en los que hubiese mucha posibilidad de poder presenciar recitales de bandas de primer nivel internacional en Argentina. No nos tenían muy en cuenta, convengamos, excepto a la hora de preparar estadísticas relacionadas con ventas de discos. Pero estábamos muy lejos de los circuitos tradicionales que se diseñaban al preparar las giras. Por otra parte, nos hallábamos geográficamiente muy distantes, y resultaba ciertamente costoso para esas bandas el encarar un tour por este lado del mundo. Considérese el precio muy alto de los pasajes aéreos (no existían todavía ni la abundancia de líneas aéreas, ni la diversidad de tarifas que es dable encontrar hoy) y la tecnología disponible tampoco les permitía prever el traslado de dos o tres equipamientos/montajes completos, como los que hacen falta para un proyecto de varios meses y miles de kilómetros de duración. Bandas de la talla de Los Beatles o Los Rolling Stones sí estaban en condiciones de afrontar algo así, pero allí entraba a manifestarse el desconocimiento y la miopía de sus productores y representantes, con respecto a los países y el público de Sudamérica. No existíamos, bah....
     Algunos se animaron, sin embargo. No fueron de primera línea, pero tuvimos la oportunidad de presenciar recitales de The Tremeloes, en el Ramos Mejía Lawn Tennis Club, a comienzos de 1967. Avanzando un poco más en ese año, estuvieron Herman’s Hermits en un escenario improvisado en una cancha de básquet de Vélez Sársfield. De los primeros puedo opinar, en lo personal, que era una buena banda, compacta, sin virtuosismos, pero convincente. En cambio los Hermits... lamentables, algo fofo, frío, intrascendente. Cierto tiempo antes, había llegado a Buenos Aires un grupo belga, The Cousins, rebautizados aquí con la obligada traducción: Los Primos. Su arribo estuvo precedido de bastante manija publicitaria, dado que habían logrado meter un par de ‘hits’ muy comerciales. Fuimos a Ezeiza con Beto, a ver qué sucedía a su llegada, un sábado muy frío, y temprano en la mañana (lo cual motivó una retahíla de diatribas e insultos de su parte hacia mi persona, hacia mi madre, quién carajo son los primos esos, primos de quién... Después de un café doble en la confitería del aeropuerto se calmó). Finalmente llegaron. No había demasiada gente, como tampoco la hubo en la presentación en vivo que hicieron en Radio El Mundo, por entonces ubicada aún en Maipú 555, en donde actualmente funciona Radio Nacional. Allí estuvimos, no así en los pocos recitales que dieron. Profesionalmente.... ‘limpitos’, digamos, pero tampoco dejaban nada remarcable.
Ya que mencioné el tema de la traducción que se hacía aquí de todo: nombres de bandas, títulos de canciones, letras en castellano -no traducción fiel-  de temas muy populares (gracias a los buenos oficios del benemérito y nunca bien ponderado Ben Molar, uno de los manejadores del negocio del rock y el pop y la música juvenil en general de esa época, con quien tuvimos ocasión de entrevistarnos una vez), permítaseme salir un poco de contexto y mencionar una anécdota entre risueña y patética: he visto con mis propios ojos, no me lo ha contado nadie, los primerísimos discos simples de Los Beatles que llegaron a nuestro país. La firma Odeón Pops, que era la que los distribuía, los rebautizó como Los Grillos... No duró mucho, por cierto, ya que afortunadamente estalló la beatlemanía a nivel mundial, se venía como topadora y supieron darse cuenta a tiempo, suplantando a los insectos del primer momento por su verdadero nombre. Pero que los discos existieron, que no haya la menor duda. Quizás algún coleccionista pueda dar prueba fehaciente de ello.
    O sea que, nuestros grandes referentes... lejos, bien lejos. Sólo a través del disco nos era posible acceder a su evolución, para realimentarnos y tratar de enriquecer nuestro propio crecimiento. Como sucede en todos los proyectos colectivos, el avance de cada individuo aporta y estimula geométricamente el del proyecto en su totalidad. Y Los Wizards crecían, sin duda alguna. En sonido, en recursos, en convicción, en afiatamiento, en seguridad frente al público. Claro, vaya una acotación: crecían y evolucionaban en bloque, como entidad plural. Considerando la actitud individual de cada uno de sus integrantes, la cosa no era tan pareja, ni tan comprometida con el todo, ni era tan generalizado el objetivo de llevar a la banda hasta lo más alto que pudiese alcanzar. Puedo afirmar sin equivocarme que quienes estábamos metidos ‘con patas y todo’, hasta los tuétanos, a morir –por utilizar teminología actual- éramos Beto y yo, con el respaldo incondicional de Juan Carlos a modo de quinto wizard permanente, aún fuera del escenario. Pero el paso del tiempo iba evidenciando que el fervor tanto de Dany como de Moonie comenzaba a diluirse, en forma muy lenta, casi imperceptiblemente. No quiero significar que no pusiesen ganas; y garra en el caso del tano para seguir perfeccionándose con el bajo, y talento en el de Moonie con sus cada vez más sofisticados recursos sentado frente a su batería. Instrumento éste que, mención histórica si las hay, habíamos recibido de Los Shakers, como regalo: es la azul que figura en su primer álbum. La cuestión se iba dando casi sin notarlo. Alguna actitud que, en sus primeras manifestaciones, no llama demasiado la atención. Por ahí un gesto de hastío, disimulado al comienzo. Presiones familiares y de sus respectivas novias. Proyectos individuales que, en sus esbozos iniciales, no eran incompatibles con la permanencia en el grupo pero que, a medida que avanzaban, iban provocando que el disfrute y el goce generado por un tema bien logrado, o un recital exitoso, fueran deviniendo en obligación.
Hay que hacer notar que el ‘factor shaker’ influía notablemente en la lentitud del proceso que menciono en el párrafo anterior. La cercanía y la estrecha vinculación con ellos, que se hallaban en la plenitud de su carrera como banda, las visitas recíprocas (en una oportunidad, Hugo vino a arreglar su moto al taller de Dany; imagínese el lector el revuelo que se generó en un laburante barrio de Haedo a medida que la noticia se fue difundiendo entre los vecinos...), la manija que ellos nos daban para seguir adelante con lo nuestro, constituían un elemento ‘extra-wizard’ de no poca importancia, al momento de un eventual planteo que se pudiese presentar en lo que hacía a la continuidad de la banda, o de algunos de sus integrantes.
      Tan fuerte era este ‘factor shaker’ que, para poder dimensionarlo, valen dos hechos anecdóticos. Entre las muchas deferencias que tuvieron para con nosotros, hubo una que nos pegó muy adentro, más allá del ya citado regalo de la batería: en una ocasión nos permitieron acompañarlos a una sesión de grabación en Odeón, en sus estudios ubicados en la Avenida Córdoba (entre Maipú y Esmeralda, si no recuerdo mal). Para quien esté apenas iniciado en este ‘metier’, no es un secreto que la grabación de un tema o de un disco son algo muy privativo del artista, y sus colaboradores más cercanos. Allí saltan fallas, errores, imperfecciones que se corrigen con sucesivas tomas, hasta que queda plasmado lo que luego será editado comercialmente. Y, sobre todo, hacen falta paciencia y aguante a toda prueba, ya que se puede permanecer horas enteras en el estudio hasta lograr exactamente lo que se pretende. Y allí nos encontró la suerte, asistiendo a la grabación de la base musical de ‘Siempre Tú’, un tema que fue lanzado en simple y más tarde integró la obra cumbre y última de Los Shakers, el álbum ‘La Conferencia secreta del Toto’s bar’. Antes de eso, en la primavera de 1966, dieron un recital en un sitio ya mencionado en este relato, y que fue uno de los lugares más queridos y transitados por Los Wizards: el Club El Trébol, de Haedo. Estábamos en la puerta, esperando a que llegaran y, cuando bajaron del auto que los traía (los equipos venían en una camioneta aparte) y nos vieron,  Hugo empezó a tararear... el tema sin nombre que tanto lo había impactado cuando se acercó a presenciar un ensayo nuestro.
     Imágenes; instantáneas; diapositivas, o cámara cuadro por cuadro. La metáfora queda a gusto de quien esté leyendo. Pero se aplica a aquel punto en la evolución de Los Wizards, finalizando el año 1966 y asomándonos a 1967. Se avecinaba un estamento superior. Invito a presionar el botón ‘pause’ y volver un poco atrás en el relato, particularmente en las menciones que se hacen a José Luis Padilla y Juan Armando Galván.

         

17. ALGO TRASCENDENTE ESTABA POR PASAR

    El verano de 1967 iba descargando sobre  los habitantes de Capital y Gran Buenos Aires, particularmente sobre aquéllos a quienes no nos daba el cuero para irnos de vacaciones prolongadas, toda su parafernalia habitual de calor agobiante, chicharras, tormentas descomunales... y más calor. Paradójicamente, durante ese verano pude ir a la costa por primera vez con mi vieja y mis hermanos; unos días –pocos- a San Clemente del Tuyú.
    En la vida cotidiana ya comenzaban a padecerse los efectos de la chatura onganiesca, sobre todo en el encarecimiento del costo de vida, en el congelamiento salarial, el aumento de la desocupación, la persecución a los políticos progresistas y a los intelectuales... y los cortes de pelo forzados a los varones, así como de las minifaldas recién estrenadas por las chicas (los ínclitos guardianes de la moral con uniforme policial, solían hacer un tajo con una navaja en la parte delantera de la mini, con la cual la chica debía huir despavorida a cambiarse, o cubrirse con lo que pudiera).
    La cuestión trabajo para Carnaval, también se presentaba bastante difícil. Los Wizards habíamos vuelto a confiar nuestros destinos carnavalescos a representantes, pero esta vez más conocidos y confiables: Juan Carlos y Francisco, uno de los hermanos de Dany. Quedamos de acuerdo en que, como primer intento, viajarían a General Pico para sondear las posibilidades en una ciudad que tenía (y debe seguir teniendo) varios clubes interesantes, y un buen poder adquisitivo en general. Además, ya habían pasado dos años desde el viaje de Los Búhos ‘truchos’, la banda sonaba bien y no se iba a hacer mención alguna a la experiencia anterior,  lo cual llevó a que esperásemos con cierto optimismo el regreso de nuestros ‘managers’. Vana esperanza: dos años transcurridos en el vértigo de Buenos Aires logran que muchas cuestiones pasen a segundo plano o directamente se olviden. Pero el mismo lapso en la quietud pampeana de Gral. Pico había dado como resultado que el recuerdo de nuestro paso por allí, cercano a la figura de estafa de no haber sido por nuestra condición de adolescentes, estuviese muy vigente en los directivos del Club Argentino, y en los de otros que también fueron visitados por Juan Carlos y Francisco. Conclusión: no querían ni oir hablar de grupos de Buenos Aires...
     Luego de esta frustrada intentona, recorrimos varias instituciones de nuestra zona de influencia, acompañando a Francisco que –acorde con su temperamento y su verba florida- irrumpía en la recepción de nuestro potencial contratante siempre con la misma frase: “-Buenaaasss. Del ‘conjunto’ Los Wizards... ¿Hay algo para Carnaval?-“. La respuesta invariable, seca y contundente, también era siempre la misma: “-No-“. Rápida despedida y a otro club, con el mismo resultado.
En el interín, mes de febrero, mientras nos hallábamos en plena búsqueda, sucedió un hecho que nos puso el cerebelo en cortocircuito, a nosotros y a todos quienes seguían medianamente de cerca la trayectoria de Los Beatles. Se había anunciado el lanzamiento de un nuevo simple de ellos en Inglaterra. Hacía tiempo que no aparecía nada con el sello beatlesco, y la expectativa era grande, ya que estábamos en conocimiento de su decisión de no dar más recitales en vivo, luego de la controvertida gira que finalizó el 29 de agosto de 1966 en el Candlestick Park de San Francisco. Teníamos por entonces una relación bastante estrecha con gente de Radio Sarandí, de Uruguay. Habíamos llegado, incluso, a enviarles un ‘autoreportaje’ y algunas fotos de las que distribuíamos en nuestros recitales, procurando obtener difusión del otro lado del Plata. Ellos solían disponer de abundante información, fidedigna y reciente, de lo que lanzaban o estaban por lanzar Los Beatles. En Buenos Aires, lo único específicamente beatle que existía era la media hora que les dedicaba el programa ‘Modart en la noche’, conducido por Pedro Aníbal Mansilla, de buen nivel pero no tan eficaz en lo que tenía que ver con el día a día. Así fue que, gracias a nuestro contacto uruguayo, supimos lo del inminente simple, con el agregado de que los temas iban a dar que hablar... Enterados del día y la hora en que el disco iba a ser difundido por Sarandí, allí estuvimos, cada uno de nosotros en su casa, para ver de qué se trataba. Y nuestra orejas, ya sacudidas oportunamente con el alto voltaje creativo de ‘Revolver’, recibieron otro impacto fenomenal: ‘Penny Lane’ y ‘Strawberry fields forever’ (particularmente ésta última) nos convencieron de que la música se estaba inventando de nuevo... Nos reunimos al día siguiente, y hubiese sido bueno tener una filmadora para perpetuar nuestras caras de estupor: “-Che... ¿escucharon eso?-“ Demoramos varios días en darnos cuenta de que estábamos ante otro pico creativo de Las Grandes Bestias. Sin siquiera imaginar que, apenas cuatro meses después, el ‘Sargeant Pepper’ iba a reducir a ‘Strawberry....’ a poco más que un buen tema de catálogo.
     Volviendo a Los Wizards, finalmente no nos quedamos viendo pasar el Carnaval desde afuera. Por gestiones diversas, se concretaron dos recitales, ambos en Ramos Mejía. El primero de ellos en el Lawn Tennis (olvidable del todo: se nos pinchó una guitarra, nos equivocamos con la letra de ‘Nowhere man’ y tuvimos que terminar el tema al estilo hachazo, en fin... un bochorno). Por suerte pudimos reivindicarnos a nosotros mismos en el segundo, que se concretó en el Club Estudiantil Porteño. Allí sí sonamos como nos gustaba: con fuerza, con garra, compactos, ayudados por la buena calidad de los equipos de voces del club. Porque, valga la aclaración, Los Wizards jamás contaron con equipamiento propio para cantar, lo que significaba un tremendo contrasentido dado que una buena parte de lo que ofrecíamos se basaba en las armonías vocales.
En el Estudiantil se produjeron algunos hechos colaterales muy significativos, más allá del recital en sí mismo. Cuenta la leyenda que, por entonces, las bandas que tocaban en ese club eran presentadas por Juan Alberto Badía, quien actualmente sigue revistando como socio del mismo. Como no era, aún, un personaje conocido, no puedo asegurar que haya sido él quien nos introdujo ante el público, pero la leyenda mencionada y algunos testimonios posteriores obtenidos, indican que hay una buena probabilidad de que así haya sido. Si, a la vista de la carrera artística de Badía, este probable hecho tiene que ser un motivo de orgullo... queda a criterio de cada lector.
En lo personal, se trata de un eventual buen recuerdo. Por otra parte, debo consignar también que, entre quienes estaban presenciando el recital y sin que nosotros lo supiésemos (dado que no la conocíamos personalmente) se encontraba María Inés Alemán, devenida luego en amiga entrañable de la banda y, actualmente, de quienes quedamos y seguimos conservando el espíritu utópico, militante de lo nuevo y renovador con el que encaramos la formación y desarrollo de Los Wizards.
    Para finalizar este capítulo, utilizando la expresión inglesa tan común last but not least, valga comentar que los integrantes de la banda llegábamos siempre juntos cuando dábamos un recital, sea donde fuere. A Estudiantil arribamos Beto, Moonie y yo, con Juan Carlos y los ‘plomos’ por un lado. Dany ya nos había avisado por teléfono que vendría con su novia y que llegaría unos minutos después que el resto. Así fue.

       

18. POR CONSIGUIENTE...

    Nadie que haya soportado este relato hasta aquí, puede cargar al escritor del mismo con el mochuelo de aprendiz de sociólogo, o de filósofo; ni siquiera de escritor. Estoy tratando, simplemente, de ir enhebrando recuerdos (algunos ya convertidos en eso, precisamente: en recuerdos, y otros revestidos de una vital pátina de vigencia) del modo más ordenado y ameno posible, con un doble fin: reflejar una experiencia fundacional, y plasmar en la palabra escrita toda la profundidad que entraña un proceso de cambios, aún en un contexto tan doméstico como el que puede visualizarse en esta descripción de personas y hechos.
    Porque, más allá o más acá de la convicción personal, va de suyo que el cambio ha sido, es y seguirá siendo el motor de cualquier proceso evolutivo, y que la intención firme de modificar la realidad en sentido positivo está siempre íntimamente ligada a la dinámica que impone el cambio.
    Este arranque de ‘filosofía barata’ (con los ‘zapatos de goma’ perpetrados por el Gran Charly, o sin ellos) viene a constituir una especie de introducción a la continuidad de este relato, y hace las veces de bisagra entre lo que ya ha sido expuesto y lo que vendrá. Ésa es la palabra: bisagra, tal la denominación más exacta que puede darse al momento que por entonces estaban atravesando Los Wizards. El proceso de cambio y de evolución venía dándose desde el mismísimo comienzo, pero creo que quienquiera que esté leyendo esto podrá convenir conmigo en que, dentro de el devenir evolutivo, hay puntos de inflexión, etapas definidas que marcan un antes y un después.
Ya han sido descriptas algunas de las presiones que obraban sobre la humanidad del bueno de Dany desde fuera de la banda. Ésta era su contención, su cable a tierra diría, y no creo equivocarme demasiado. Pero hay condiciones tales como edad, contexto familiar y laboral, equilibrio anímico y tantas otras, que devienen en determinantes al momento en el que una persona debe decidir si enfrentar o no presiones como las aludidas; decidir, sobre todo, si se tiene la voluntad de enfrentar esas presiones. Lo cierto es que, muy pocos días después del recital del Estudiantil Porteño (no me parece que esté recordando mal si afirmo que fue en el ensayo inmediatamente posterior a ese recital), Beto y yo ya habíamos desenfundado las guitarras y estábamos afinando, Moonie ajustando los parches de la batería y los tres ablandando dedos. Aguardábamos la llegada de Dany para comenzar el trabajo. Suena el timbre en la puerta de entrada de Oncativo 82; voy a abrir, convencido de que era el tano quien estaba esperando para entrar, pero no... Eran dos de sus hermanos que irrumpieron en el salón con un escueto saludo y más escuetas palabras siguientes: “-Buenas. Nos llevamos el bajo y el equipo. Carmelo no está más en el ‘conjunto’-“. Mientras desenchufaban todo y cargaban los elementos en el rastrojero que había quedado en marcha en la puerta (con el padre o el tercer hermano en la cabina, se me ha borrado absolutamente esa imagen) no dijeron nada más a pesar de que, por nuestra parte, esbozamos algún pedido de explicación. Fue inútil. Con un breve y cortante “-Chau-“ cerraron la puerta y se fueron. Desde luego, Carmelo/Dany no participó del ‘operativo’.
     A lo largo de mi vida he experimentado la sensación de estupor y de impotencia unas cuantas veces. Ésa fue una ellas (compartida, por supuesto, con Beto, Moonie y Juan Carlos). Creía y creo que la familia del tano tenía y tiene todo el derecho del mundo a manejarse con una estructura vertical, en la que las determinaciones/órdenes bajan para ser cumplidas, sin derecho a réplica. Pero también estoy convencido de que, por muy firme que estuviese la decisión de apartarlo de la banda y por valederos que fueran los motivos (estudios, trabajo, novia, etc.), nada hubiese impedido una conversación franca y explícita con nosotros, por dura o difícil que se pudiera haber presentado. Nos merecíamos un poco de respeto, y no un tratamiento tipo ‘grupo de tareas’ como el descripto. La banda, era un ámbito de creatividad y esparcimiento, y sus miembros éramos gente laburante, sin dobleces, que vivíamos a la luz del día. Lejos, muy lejos de conformar un grupo de vagos, vividores, ‘merqueros’ o cosa parecida. Pero la estructura vertical no reparó en estas menudencias. El ‘cúmplase’ ya había sido decretado y puesto en práctica. Me viene a la mente, ahora, la frase incluída en el escudo de un país latinoamericano (¿Cuál? Vamos... a los libros de geografía política...) que dice: “Por la fuerza de la razón o por la razón de la fuerza”. En aquella oportunidad, la familia Colotta descartó de plano la primera alternativa.
    Pasaron largos años hasta que este asunto pudo ser conversado con Carmelo/Dany. Ya adultos y con nuestras respectivas familias constituídas. Y aún así, ni él ni yo pudimos encontrarle una explicación convincente a este desenlace. Por fortuna, fue posible reconstituir una muy buena vinculación, a pesar de  la ‘razón de la fuerza’.
    En cuanto a Los Wizards, y retomando el hilo del relato, ya se sabe que a determinada edad las heridas cicatrizan pronto. Y que las soluciones no demoran mucho en aparecer. La solución que necesitábamos no demoró, ciertamente. Había estado junto a nosotros desde siempre.

   

19. RECICLAJE

    El conocimiento de José Luis Padilla (de aquí en más, el Gallego) con Juan Carlos y Beto venía desde un tiempo más que prolongado. Ya se trataban desde niños, cuando él solía pasar días en la casa de sus tíos que vivían, y lo siguen haciendo actualmente, a la vuelta de Oncativo 82. Habrá, desde luego, una cantidad importante de anécdotas que desconozco de ese período. Razón de más para que el Gallego desarrolle su propio relato y enriquezca esto que aquí se transita con sus propias vivencias. Queda expuesto el desafío. Él vivía en Martínez, con su mamá y su hermano. Los padres estaban separados (papá español, de ahí el apodo que heredó José Luis).
    A partir de la formación y consolidación de Los Wizards, las permanencias en la casa de los tíos se fueron haciendo cada vez más prolongadas. Ya está dicho que este entrañable personaje, con características personales curiosamente parecidas a las de Lennon (incorregible, necio, de un humor bastante ácido, pero esencialmente muy buena persona y con un corazón grande como el Aconcagua), formaba parte de los habitués a nuestros ensayos, y nos había acompañado a varios recitales haciendo las veces de ‘plomo’. Una vez superado el estupor que nos produjo la intempestiva salida de Dany (involuntaria o no), nos abocamos decididamente a deliberar en cuanto a quién ocuparía el lugar de bajista, ya que la idea de continuar con la banda avanzaba a modo de locomotora. No fue necesario darle demasiadas vueltas al tema. Se hicieron algunos nombres, se esbozó algún método de búsqueda, pero rápidamente la propuesta se tiró sobre la mesa y fue unánimemente aceptada: “-Hablemos con el Gallego-“.
A la luz del conocimiento que hoy por hoy tengo de su personalidad, trato de retrotraerme a aquel momento y meterme dentro de él en el instante en el que le propusimos integrarse a la banda. Menudo revoltijo interno debe haber experimentado al escucharnos; sin dudas, debe haberle durado varios días. Pero la aceptación fue inmediata y con convicción. Quedaba, pues, resolver el tema concreto: el hombre sabía que un bajo tenía cuatro cuerdas (por entonces, solamente las grandes bandas recién comenzaban a experimentar con los de seis) simplemente por haberlo visto en los ensayos, o en alguna foto. Eso era todo...  Nada impidió, de cualquier modo, que lo más pronto que le fue posible se fuera hasta Daiam, nuestro ‘templo’ instrumental, y se trajera un bajo exactamente igual al Hoffner de Paul, en diseño, en tamaño, en colores. Según su relato, y dado que trabajaba hasta tarde y entraba a la escuela muy temprano, ese día volvió a Ramos Mejía en el F.C. Sarmiento apoyado en el bajo... durmiendo parado y acompañado por quienes le habíamos hecho ‘gamba’. Con un complemento: de regreso de su trabajo, su idea fue llegar a Ramos, ir a la casa de sus tíos, refrescarse un poco y encontrarse con nosotros para ir en búsqueda del bajo. A tal fin, abordó la Lujanera en Once... y se despertó frente a las torres de la Basílica de Luján. Pegó la vuelta; y quedará en las tinieblas el saber cómo hizo para despertarse a tiempo y encontrarse con quienes lo estábamos esperando en la estación de Ramos.
     El proceso de familiarización con el instrumento, de ablande de los dedos, de meterse en los laberintos que representaban las líneas de bajo de los temas que tocábamos, no fue muy diferente de lo que había ocurrido en la etapa anterior. Tampoco lo fue el hecho de que quedara a cargo de quien está escribiendo esto la responsabilidad de escuchar cada tema y tratar de retransmitir y lograr reproducir, lo más fielmente posible, las líneas que dibujaban tipos que –de música- sabían mucho más que veinte wizards juntos. Hubo, al comienzo, una sola diferencia entre el Gallego y su antecesor derivada, casi con seguridad, del distinto origen ‘peninsular’ de ambos. Cuando el Gallego trataba de hacer que sus dedos obedecieran las órdenes emitidas desde sus neuronas, y no lo lograba, sufría... Digno heredero de la estirpe hispánica: “que al mundo se viene a sufrir, joder”, tal el legado atávico que había recibido, y al cual yo comprendía, porque lo conocía sobradamente. Me fue transmitido del mismo modo.
    De cualquier manera, su tenacidad, el ‘aguante’ (en su acepción actual) de todos, y el crecimiento paulatino de su trabajo, hizo que el sonido de la banda volviese a la normalidad, diría que con un grado de sutileza superior al anterior: el Gallego acariciaba a las cuerdas, con lo cual obtenía una especie de sonido ‘aterciopelado’, sin desmedro de la fuerza. En el aspecto vocal, timbre bien agudo, aunque no demasiado potente. Complemento esencial, también logrado. Así fue que el atavismo fue quedando archivado, sin prisa pero sin pausa (como se suele decir) y fue dando lugar al disfrute.
    Reciclaje completo, entonces. El antiguo amigo de la niñez se había transformado en un Wizard, de pleno derecho. Y lo sigue siendo en la actualidad, sin mengua alguna del espíritu entre bohemio y desfachatado que dio origen a aquella experiencia inolvidable.

   
20. EL QUINTO WIZARD

    Hasta aquí, en lo que va de este relato, se lo ha mencionado en reiteradas ocasiones; se ha hecho alusión también a su función en el contexto de la banda. Pero creo que Juan Carlos merece un párrafo aparte, por valores personales, por presencia, por perseverancia, por tenacidad similar a la del resto del grupo, aún cuando no interpretase instrumento alguno ni formara parte de la cara visible de Los Wizards.
    He consignado ya que los intentos de convencerlo para que se arrojase a la pileta de forma plena (cantar o tocar algo) fueron muchos. Y a cada intentona seguía su negativa rotunda y permanente. Con el transcurso del tiempo, conociendo su historia, la de Beto y la de su familia, me siento en condiciones de ensayar un estudio de las motivaciones que pudieron haber inducido al por entonces gordo Juan Carlos a adoptar una actidud tan  intransigente. Pero no sería ni honesto ni discreto de mi parte, sobre todo si al resultado de ese estudio lo hiciera público; porque involucraría a personas que ya no existen, así como a situaciones familiares y personales que pertenecen a la esfera íntima de los protagonistas, y cuya difusión considero que no aportaría nada a la intención central de este relato.
    Helo allí, pues, a Juan Carlos, cumpliendo su cometido múltiple. Presenciando absolutamente todos los ensayos, tuvieran la extensión que tuviesen (a excepción de alguno que pueda haberse perdido por tener que cumplir con una obligación ineludible). Implacable, bastaba con ver su cara para darnos cuenta de que estábamos sonando para el carajo, o de que un tema tardaba más de lo necesario en salir ‘a punto’. La misma cara que se iluminaba y daba paso a sus sonoras carcajadas, o a sus alusiones chispeantes, cuando lográbamos redondear algo potente y con convicción.  Tan implacable como era consigo mismo en la tarea que se había autoasignado: revisar los equipos; correr a enchufar el soldador eléctrico cada vez que el contacto de un zócalo o de una válvula (sí, lectores jóvenes; más o menos por la época en la que William Carr Beresford se rindió ante Santiago de Liniers...) estaba pidiendo pista o, directamente, capotaba; tener a mano palos de repuesto para la batería, o algún cable para una guitarra o el bajo, si el que estaba en uso se rebelaba contra sus mandos naturales; pelearse con Beto alguna vez que éste llegaba tarde al ensayo por haberse quedado dormido, tras una joda prolongada la noche anterior. Y la constante e infaltable provisión de mate.
Antes de comenzar los recitales, su presencia y determinación, unidos a su volumen físico y vozarrónico, eran vitales para que los equipos,  instrumentos y micrófonos (estos, ya está dicho, siempre ajenos) estuviesen listos en el momento en el que las  estrellas irrumpiesen en el escenario. Mientras tocábamos, a un costado o frente a nosotros, cruzado de brazos, imperturbable, atento a la calidad del sonido y a la de la performance nuestra ante el público. Reléase aquí, por favor, lo escrito un poco más arriba respecto a sus caras.
    Además, era infaltable en todas las actividades ‘sociales’ de la banda. Visitas a Los Shakers, asistencia a algún recital de otro grupo, entrevistas con potenciales representantes (ya está mencionado que él mismo ofició de tal), permanencia con nosotros en las escasas grabaciones profesionales que hicimos, disfrute de las ‘cerveceadas’ post-recitales, intervención en las discusiones o deliberaciones trascendentales, concurrencia a alguna joda a la que fuésemos invitados. Y la lista sigue...
    El compromiso de Juan Carlos con la banda fue tan férreo o más que el de alguno de quienes pasaron por ella. Logros y fracasos le pertenecían tanto como a quienes los perpetrábamos. Y los sentía profundamente, tanto a los unos como a los otros. Con la ventaja de que, al estar ‘de afuera’, tenía la posibilidad de visualizar aspectos que a nosotros se nos escapaban, al calor de un ensayo o de un recital. Aporte que luego era volcado en la discusión/evaluación.
    El Quinto Wizard. Por presencia, por perseverancia, por cariño, por tenacidad. Porque sí.

   

21. CUIDADO CON EL PISO...

     Se ha venido consignando, hasta aquí, la importancia que tuvieron Los Shakers durante casi toda la trayectoria de Los Wizards. La iniciación de la etapa bajística del Gallego tampoco fue una excepción. Claro: el hombre se había conseguido su bajo estilo beatle; estaba transitando desde lo rudimentario a lo decoroso, pasando por lo elemental, en cuanto a dominio del instrumento se refiere. Pero faltaba el equipo. De momento, y mientras no consiguiésemos algún recital, utilizaba el amplificador de las guitarras, con los cuidados del caso. De todos modos, era todo un tema para resolver. Durante alguno de los encuentros que tuvimos con los entrañables uruguayos, un amigo nuestro (Juancho Darreche, alguien que también nos acompañó siempre, desde cierta distancia, pero lo hizo) tuvo una idea: copiar el circuito del equipo de Pelín en un papel y armar uno similar en su casa. Se fueron consiguiendo los elementos necesarios en proporción directa con la disponibilidad de guita, pero no pasó demasiado tiempo hasta que la habilidad de Juancho transformó en realidad lo que había copiado en un papel. Lo siguiente, un parlante de 15” y su caja portadora. Y ya estaba el Gallego, finalmente, solo e independiente con bajo y equipo frente al mundo... y frente a los malvados que habíamos irrumpido en su vida con una propuesta para zaherirlo y provocarle sufrimientos inenarrables...  Reitero: así se sentía él en un principio. La realidad, como está descripto en el capítulo 18, se deslizó por un costado diametralmente opuesto y, de ese modo, el Gallego pasó a formar parte de la que quizás haya sido la etapa más enriquecedora de la banda.
      Mientras tanto, las cosas seguían su curso para cada uno de nosotros en lo personal. Beto haciendo gestiones para ingresar a trabajar en el Laboratorio Casasco; Juan Carlos estaba próximo a formar parte del plantel de la Cía. General de Fósforos; Moonie se desempeñaba en una casa de repuestos para automotores de Ciudadela (¿Carlini, quizás?) y yo había largado los tornos y fresadoras en el taller de los Colotta y me había enganchado con la fabricación y colocación de toldos de aluminio en la empresa Zaffaroni, también de Ciudadela. Los padres de Moonie habían encarado la remodelación de su casa, un sueño largamente acariciado y demorado por la cuestión que era común denominador para nosotros y nuestras familias: la escasez de dinero. Con mucho esfuerzo, pudieron reunir los fondos y poner en marcha al proyecto, que culminó con la casa totalmente remozada, ampliada, puesta prácticamente a nuevo, y con un reluciente y flamante piso de flexiplast, acontecimiento realmente novedoso por entonces.
Sería ocioso abundar en detalles respecto a la fiesta que se organizó para la re-inauguración de la casa, si no fuese por las repercusiones ulteriores que la misma generó. Pudo haber sido a fines de marzo o comienzos de abril del ’67, y realizada con el mismo esfuerzo y empeño que demandó el trabajo cuyo final se celebraba. Allí estábamos Los Wizards, desde luego; pero no para hacer demasiada música, simplemente compartiendo el festejo, aunque algún tema hemos hecho. Comida y bebida abundantes, jolgorio familiar, amigos, algún colado, en fin... lo habitual en estas ocasiones. Hasta que llegó el momento de los brindis. Y aparecieron las botellas de champagne. Y las copas ad-hoc. Y los grados de saturación etílica manifestándose de dintintas maneras. ¿Vamos de menor a mayor, en lo que al grupo wizard respecta? Moonie conservando el equilibrio, moderado, con sus padres y su novia ayudándolo a guardar la línea. Juan Carlos pasando, alternativamente, de la carcajada a la seriedad, observando desde un rincón. Yo, intentando convencer a la gente, a las mesas, a las sillas y a cuanto objeto animado o inanimado tuviera a mano de que dejaran de girar alrededor mío; pero todavía lúcido y consciente. Y Beto y el Gallego... bebiéndose las copas de champagne de un saque, a fondo blanco, al punto de llegar a revolearlas para atrás luego de vaciadas. Consecuencia: copas girando en el aire, con mayor o menor elegancia, estrellándose finalmente y haciéndose añicos... sobre el reluciente y flamante piso de flexiplast...
     Confieso que sentí algo de vergüenza ajena. Para no quedar en situación incómoda y, a la vez,  para evitar llegar al mismo extremo si seguía dándole al ‘champú’, saludé y le pedí a Beto que me alcanzara hasta la Av. Rivadavia, a fin de tomar un colectivo e irme a casa. El loco me llevó con gusto... en la motoneta Siam que usaba en ese momento (consultar algún tratado de arqueología). A todo lo que daba, sin reparar en bocacalles, quiso la buena fortuna que no nos sucediera nada malo.
     Todo esto sucedió un sábado por la noche. Al día siguiente nos reunimos para el ensayo habitual, a pesar de que las respectivas resacas nos vapuleaban a lo guaso. El flaco Moonie llegó un poco más tarde. Era el más entero de los cuatro, en lo que a la cuestión física se refiere; pero anímicamente su estado era muy otro. Estaba enojado, el hombre, y nos transmitió tanto su desagrado como el que le habían agregado minuciosamente sus padres y su novia. Tan grande había sido el bochorno, que a mí me habían considerado un caballero por haberme ido, desconociendo que estuve a punto de cruzar el rubicón y caer en una curda alevosa como el resto. Casi ni tocamos ese día, o lo hicimos y salió todo mal; la onda era pésima y el aire dentro del salón se cortaba con una hojita de afeitar.
      No resultará excesivamente difícil imaginar lo que siguió. Pocos días después, Moonie nos transmitió su decisión de dejar la banda. La cosa, como es de suponer, no pasaba solamente por el flexiplast ligeramente escoriado, o por alguna bombita de crema aplastada contra la pared. Ya está relatado que hacía un tiempo bastante largo que el interés del flaco por el proyecto wizard se iba diluyendo muy lentamente, proceso éste en el cual su familia, su novia y su propio carácter (explosivo, pero débil) tuvieron una incidencia primordial. Los sufrimientos experimentados aquella noche por el flexiplast fueron sólo la consabida gota que rebalsó el vaso, valga el poco feliz juego de palabras.
Sin alusión peyorativa alguna a la persona de aquel Moonie talentoso y que tanto aportó a la etapa de consolidación de la banda, el tiempo nos demostró que esta decisión suya terminó siendo favorable para el grupo. Pero ese tiempo todavía tenía que pasar. Los Wizards nos encontrábamos, una vez más, con la formación incompleta. Y con la responsabilidad colectiva de hallar a quien pudiese llenar ese hueco que había dejado él con su alejamiento.
      Poco tiempo después, lo hallaríamos. Y llenaría al hueco con creces. Pero en ese aquí y ahora por el que estábamos atravesando aún no lo sabíamos. El panorama no se nos presentaba sencillo: habíamos perdido al batero, nada menos. Hasta hubo por ahí, en plena depre, alguna sugerencia de mandar todo al diablo. Por suerte no fue así.  

           

22. RECONCENTRACIÓN Y VALOR

     Tampoco en este caso fue necesaria demasiada deliberación, para buscarle una solución a la situación planteada y seguir para adelante, una vez superado el remezón que produjo la ida del flaco. Ya se ha mencionado antes, en este relato, que Micky Valenzuela era uno de nuestros acompañantes frecuentes en los ensayos. De algún modo influía el hecho de que él tenía su propio proyecto, y hallarse cerca de una banda que ya estaba funcionando y que había adquirido su propia dinámica contribuía a abundar en su conocimiento del metier. Pero Micky no sólo tenía su propio proyecto; también tenía (tiene) un primo, Juan Armando Galván –de aquí en adelante, Pepo- que ocasionalmente nos había visitado durante nuestro trabajo de laboratorio, tal como consta aquí en algún capítulo anterior. Con un valor agregado de sustancial importancia: más allá de su absoluta sintonía con la línea musical de nuestro repertorio, con el enfoque y perspectivas que tenía la banda, con su coincidencia con la idea permanente de estar fuera de ‘cliché’ que caracterizaba a Los Wizards, Pepo era y es... baterista.
La invitación para que viniera a tocar un rato con nosotros le fue hecha llegar, y ahí lo tuvimos. Valga la aclaración de que no éramos ni excesivamente exigentes ni exquisitos; siempre había prevalecido la buena relación desde el punto de vista humano y la predisposición a adherir al proyecto, antes que los valores meramente técnicos o musicales. Era la línea impuesta tácitamente por quienes veníamos desde la mismísima fundación del grupo: Beto y yo, con la compañía incondicional de Juan Carlos. De cualquier modo, nunca habíamos visto a Pepo en su función específica, por lo que resultaba indispensable que nos juntásemos para saber si ahí, en donde –atento al remanido dicho- mueren las palabras, la sintonía se continuaba. Con el paso del tiempo, el conocimiento de algunos hechos puntuales, y una cierta toma de distancia a la que contribuye el grado de madurez que uno puede haber adquirido –a pesar de uno- a esta altura de su vida, se me ocurre que es válido hallar alguna similitud entre aquella primera vez que Pepo ensayó con nosotros y el debut de Ringo Starr en el Cavern Club de Liverpool, luego del alejamiento forzoso de Pete Best de Los Beatles. En esa ocasión, Ringo no fue bien recibido por los fans del grupo, especialmente por ‘las’ fans, dado que Pete hacía un tiempo que tocaba con ellos, era más ‘fachero’  y quien más mujeres arrastraba. Hasta hubo abucheos cuando apareció en el escenario tan ‘sui generis’ del Cavern. Pues bien: Ringo no encontró mejor modo de enfrentar ese ambiente hostil que con un solo de batería que duró largos minutos, en el que puso todos sus recursos (no ilimitados) y toda su fuerza (un vendaval). Conclusión: se metió a todo el mundo en el bolsillo. Está claro que, con el caso de Pepo, había diferencias notables. Él no había sido recibido por un ambiente hostil ni tenía que rendir examen alguno ante ululantes mujeres que exigiesen el regreso de su predecesor. Aunque, desde otro ángulo, hay que convenir en que Moonie era un batero muchísimo más talentoso que Pete Best. La cuestión fue que Pepo, serio y preguntando sólo lo necesario, se sentó a la batería, comprobó la tensión de los parches,  ubicó los tones, y cuando comenzamos a ensayar... arrancó con una potencia como si alguien le hubiese susurrado al oído que ésa iba a ser indefectiblemente la última vez que tocaría en su vida. Yo pensé para mí mismo: “El loco éste, o rompe algún parche, o rompe los palos, o se desintegra él...”. Y pasaron los temas. Y los conocía prácticamente a todos. Y, más allá de aplicar su estilo y sus propias sutilezas en el manejo de los recursos, se pudo vislumbrar la que fue su característica distintiva de ahí en más: una máquina que no aflojaba un ápice desde el primer tema hasta el último (virtud que, quien esté medianamente al tanto de esta actividad, sabe que es vital para el funcionamiento de cualquier banda). Cabe indicar otro aspecto no menos importante de su personalidad: parquedad, bajo perfil, pero con una capacidad de entrega y espíritu de colaboración constante (claro, a esto lo fuimos descubriendo con el transcurso del tiempo) como si hubiese formado parte del grupo desde siempre.
     La composición de Los Wizards, entonces, había regresado a la normalidad: dos guitarras, bajo y batería. Pero solamente en este aspecto era similar a la formación anterior a las respectivas llegadas del Gallego y de Pepo.  Aunque la mayoría de los temas del repertorio fuesen los mismos; a pesar de que la línea básica en cuanto a proyecto musical  no se había modificado en lo sustantivo, se había comenzado a perfilar otra realidad. Aparecieron algunos temas a los que teníamos relegados para mejor oportunidad (o con los que no nos habíamos animado), como por ejemplo los byrdianos “Mr. Tambourine Man” o “Mr. Spaceman”. Comenzaron a tener más cabida los temas propios: no se trataba de tocarlos una vez y arrumbarlos a raíz del deslumbramiento que nos pudiese producir alguna nueva genialidad beatle. Se los trabajaba, se los desmenuzaba , tanto en su base instrumental como en lo que hace a las armonías vocales. Puedo asegurar que esta etapa fue más reconcentrada,  más minuciosa, de mayor elaboración. El crecimiento biológico se unía al crecimiento musical. Aunque, en ambos aspectos, habría menciones para redondear conceptos; en el primer aspecto no habían desaparecido en absoluto la desfachatez y el caradurismo que fueron comunes denominadores en todas las etapas de la banda; en el segundo, y habida cuenta de la honda influencia que ejercían Los Beatles sobre nuestra propia evolución,  hay que recordar que ellos ya habían dejado muy atrás a “All my loving”, “A hard day’s night” , “Can’t buy me love” o “She’s a woman”. Precisamente por esa época estaban preparando nada más ni nada menos que el “Sargeant Pepper’s”.
     Aún en la interrelación personal se iban produciendo cambios. Diría que habíamos ganado en humildad. Quizás fuese porque nos sucedía lo que es inevitable en cualquier proceso evolutivo (y una banda de rock and roll lo es, si no se “achancha” y pretende crecer): cuanto más se avanza y se conoce, más conciencia se toma de todo lo que se ignora, de todo lo que falta aprender. En el valor de asumirlo estaba la materia prima principal  para que el objetivo trascendente del proyecto no se esfumara.
Qué se iba a esfumar...  Quizás no sobrase exquisitez o talento, aunque tampoco fuésemos ‘de madera’. Pero sobraban ganas, sobraba empuje, sobraba  interés, sobraba compromiso.
     Sobraban huevos, bah...

     

23. UN ‘FAN CLUB’... PERO NO DE NOSOTROS

Si en aquel momento a alguien se le hubiera ocurrido realizar un estudio sociológico de lo que eran o significaban los ensayos de Los Wizards, creo que hubiese extraído conclusiones notables. Ahora, tantos años después y con tanta agua que ha corrido bajo el puente, ya no tendría sentido alguno hacerlo. Pero en ese presente que vivíamos, en ese punto de la década del ’60, con la inmensa vitalidad de esa juventud de la que éramos parte y en esa época de la Argentina y del mundo hubiese dado resultados más que interesantes.
    El núcleo de toda la movida wizard era la banda, sin dudas. No sólo ensayando o tocando en recitales. El simple hecho de abrir la puerta del salón de Oncativo 82 y dejar que chicas y chicos nos acompañasen, aprendiendo de lo que nosotros pudiésemos brindar o nada más que escuchándonos; las propias charlas que se armaban en los intervalos, con un tema común o con varios conversados todos al mismo tiempo, lograban que el ámbito se convirtiese en algo cálido, a veces hasta fogoso y con posiciones encontradas, pero con un saldo siempre favorable: la sociabilización permanente, el colectivo funcionando tanto en el grupo convocante como en quiénes se acercaban a ver o evaluar nuestro trabajo de laboratorio. Valga una salvedad: lo relatado en este párrafo ocurría en, digamos, el 80% de nuestros ensayos. En ocasiones estábamos solos, bien porque casualmente no había aparecido nadie, bien porque así lo decidíamos nosotros: hoy no queremos que haya nadie más que la banda.
Cierta vez, y por conocimiento a través de terceros, vino gente de un  agrupamiento cuya existencia desconocíamos, a pesar de que su centro principal estaba en Ramos Mejía: el “Official Argentine Beatles Fans Club”. Era el primer club de fans de Los Beatles fundado en Argentina, y reconocido por la entidad que hacía las veces de central: el fan club de Inglaterra. Funcionaba desde hacía, por lo menos, dos años y medio, y el punto neurálgico de todo lo que generaban era la casa de su presidenta, Nora ‘Pauly’ Brenzoni (en este punto cabe la mención necesaria de dos de las principales fogoneras, adjuntas a la presidencia: ‘Patty’ Roldán y ‘Yeya’ ... con un apellido, por supuesto, al cual mi memoria se obtina en no tener presente; pido las consabidas disculpas a la Flaca si en algún momento lee este libro). Nuestra relación con ellos se originó a partir de gente que asistía a nuestros ensayos, ligada tanto al Estudiantil Porteño como al fan club. Entre esa gente se encontraba María Inés Alemán, entrañable amiga de Los Wizards, luego personal y –además- devenida hoy en una de las pocas personas ubicables que puede dar testimonio de lo que hacíamos, tanto sobre un escenario como en los ensayos. Por lo que, además de amiga permanente (aún cuando nos veamos muy de cuando en cuando), es referente ineludible. No sólo de quienes pretendan conocer algo más sobre Los Wizards: referente de nosotros mismos, de los miembros de la banda que todavía nos seguimos frecuentando.
        Y si no es así, que me lo desmienta. Pero por escrito... y en otro libro.
        La vinculación con el Beatle’s fan club fue fructífera, sin lugar a ninguna duda, en tanto nos permitió acceder al conocimiento de nueva gente con un criterio idéntico al nuestro respecto de la banda de Liverpool y, además, a material escrito importado respecto de ellos (revistas con fotos, reportajes, novedades, etc.) así como también a alguna rareza discográfica que –por entonces y en nuestro país- eran realmente escasas.
Asimismo, y como voy a comentar en algún momento más adelante, hubo actividades colectivas que resultaron altamente satisfactorias, dado que permitían canalizar un sentimiento común en un ámbito también común y ciertamente numeroso. Alejado (detalle fundamental) de cualquier tipo de interés económico. Este aspecto, lamentablemente, no se ha vuelto a repetir en los sucedáneos de aquel primer “Official Argentine Beatles Fan Club”.
     Y también, cómo no, dio lugar a vinculaciones personales algo más cercanas que el amor por lo beatle. Me consta. Pero aquí se termina esta parte del comentario.

    

24. DE BALSAS Y SARGENTOS

      La búsqueda, la experimentación, el perfeccionamiento de temas ya tocados hasta el hartazgo en la etapa anterior, continuaban siendo el signo de Los Wizards a partir de la incorporación de Pepo y el Gallego. Creo que, aún sin que nos lo propusiéramos de modo consciente, estábamos perseverando en la línea progresiva y progresista que seguía marcando el ascenso creativo de Los Beatles, lo cual obligaba a otras bandas de nivel internacional (como Los Rolling Stones, por ejemplo) a tener que trabajar y sudar tinta para no quedarse atrás. De ese modo, el movimiento crecía, se hacía más avasallante e imaginativo. Aquí, en Argentina, lo creativo había quedado en manos de Los Shakers solamente (si me refiero a artistas de primer nivel) y en las de grupos que aún no habían traspasado el under, recluído en varios reductos –entre ellos, la mítica ‘Cueva’- de los cuales surgieron algunos de aquéllos que más tarde darían una identidad propia al rock nacional. Sólo algunos.
        Los temas propios iban ocupando cada vez más lugar en nuestro repertorio. Aquél innombrado que había acaparado la atención de Hugo Fattoruso se vio relegado, pero aparecieron otros, como un divertimento en la onda del ‘rythm and blues’ que se llamó “Walking my bird around the square” o el más sofisticado “Mr. Meditation”, con una marcada influencia byrd, que incluía una línea de bajo bastante interesante (la cual provocó varias puteadas del Gallego hacia mi persona, pero ése es un detalle muy de entrecasa: en la actualidad el cariñoso “negro de mierda” continúa siendo alguna de las adjetivaciones que me suele endilgar). También habíamos comenzado a trabajar con un tema, asimismo innombrado y que permanece en mi memoria en tal calidad, que posee una melodía claramente rebuscada a punto tal que, en ocasión de tarareársela en cierta oportunidad al padre de María Inés, la calificó como de estilo ‘gregoriano’.
El parangón entre lo que –modestamente y con todas nuestras limitaciones- tratábamos de impulsar en cuanto a creatividad, siguiendo los pasos de los grandes monstruos internacionales, y lo que comenzaba a perfilarse en nuestro país, no es ocioso. El rock y el pop (beat, tal era la denominación genérica por entonces) cantado en castellano avanzaba con ímpetu. No era una novedad, por cierto. Bastante antes habían existido grupos y solistas que practicaron esa modalidad: alguno de los integrantes más rescatables del Club del Clan y Los Búhos, por ejemplo. Pero en ese 1967 cargado de cambios en todos los órdenes, se imponía el castellano luego de una prolongada etapa en la que predominó el estilo de cantar en inglés. De ahí que se considere a ese momento como el punto de inflexión que dio lugar al nacimiento del rock nacional. Pero bueno hubiese sido que la transición se hubiera limitado al idioma, nada más, sin desmedro del nivel creativo e interpretativo en lo musical. No fue así. Lo que entiendo, a modo de opinión personal, que puede ser motivo de cálida y nostálgica recordación para mucha gente –aspecto absolutamente respetable- fue una evidente involución artística. Quizás haya sido porque  se decidió recomenzar desde cero, no lo puedo asegurar, o porque en la búsqueda de un perfil propio siempre se ha comenzado y se comienza por lo elemental. Pero vamos: cuando se ha avanzado tanto y en forma tan vertiginosa como ocurrió con el rock and roll entre 1963 y 1967, alguna influencia, algún recurso, algo tendría que haber quedado de todo eso que  pudiese ser ‘reciclado’ en la época que se iniciaba aquí.
      Si a quien esté leyendo este relato le queda alguna duda, le sugiero recordar que, mientras en Argentina la línea simple, lisa, elemental (pobre, quizás) en lo armónico e instrumental de “La Balsa” batía récords de ventas, en Inglaterra Los Beatles le estaban dando los toques finales a una de sus obras más elaboradas y premonitorias, punto máximo de la ‘psicodelia’, además: el álbum “Sargeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band”, el muy querido y posteriormente estudiado y ensalzado ‘Sargeant Pepper’.
      ¿Tan equivocados estábamos Los Wizards, saliéndonos nuevamente del ‘cliché’ y aplicando un criterio evolucionista? El paso del tiempo y lo que vino después parecieran indicar que no.

      

25. ALGO DE QUÉ ARREPENTIRSE (Y MUCHO...)

       El fin del otoño y comienzos del invierno austral de ese año 1967, se habían presentado moviditos, no tanto a nivel nacional, pero sí en el plano internacional ya que a comienzos de junio se había desarrollado la guerra de los Seis Días, uno de los más graves conflictos entre árabes e israelíes que tuvo en vilo a todo el mundo, y que provocó que Israel avanzara injustamente sobre territorios de la franja de Cisjordania y Gaza que –aun en la actualidad- se siguen denominando como “territorios ocupados”, contrariando la voluntad internacional expresada en taxativas resoluciones de las Naciones Unidas.
      En el plano doméstico, el ‘emperador’ Onganía continuaba con su dictadura medieval y contra natura, acompañado ya por quien fue su ministro de economía mimado y vanagloriado... por el establishment y los acreedores internacionales: Adalbert Krieger Vasena, dedicado afanosamente a destruir industria nacional, a endeudar al país, a rebajar salarios y jubilaciones, a remachar con denuedo la dependencia política y económica de la Argentina (no, estimado/a lector/a: no es que el subconsciente me jugó una mala pasada y me transportó por un instante a la realidad de nuestro país en 2001; como se puede verificar, Domingo Cavallo no inventó nada).
      Además, el frío.... ¡y qué frío! El día en el que estalló la guerra me encontró trepado en una azotea colocando un toldo de aluminio. Mi compañero y yo trabajando abrigados con pulóveres, camperas, gorros, guantes y bufandas, asistidos por los dueños de casa con café, té, mate cocido, cualquier bebida caliente a que hubiere lugar. La temperatura mínima de ese día fue de –6ºC reales, minga de sensación térmica por aquella época. Hasta recuerdo que el colectivo que nos llevó a la casa en la que se hizo el trabajo (zona de Puente Saavedra) patinaba sobre el hielo que se había formado en las cunetas y sobre el empedrado de algunas calles.
La referencia al conflicto árabe-israelí tiene íntima relación con el motivo central de este relato. A raíz del estallido de la guerra, y por primera vez en la historia, se hizo una transmisión por televisión vía satélite, desde los estudios de EMI en Londres, el 25 de junio de 1967. Esa transmisión fue vista por aproximadamente doscientos millones de teleespectadores en varios países del mundo, y consistía en un llamado a la paz y al cese de una guerra que costó decenas de miles de vidas. El punto máximo de esta emisión llegó cuando Los Beatles, acompañados por un buen número de notables del rock y del pop (entre ellos, Mick Jagger y Keith Richards) interpretaron su recién lanzado en disco “All you need is love”, tema emblemático si los hay. El lanzamiento de este disco simple había sucedido en pocos días al del ‘Sargeant Pepper’, con lo cual se completa la idea de que el adjetivo movidito, deslizado por ahí, no se limitaba sólo a la cuestión política o geoestratégica. La música también estaba experimentando un sacudón fenomenal.
        El lanzamiento del ‘Sargeant...’ en Argentina (oh, rareza para aquellos tiempos) no demoró más que unos veinte o veinticinco días, después de su aparición en los países centrales. Los Wizards pudimos escucharlo un poco antes de su irrupción oficial gracias al fan club de Los Beatles; ellos nos pidieron el salón de Oncativo 82 para organizar una ‘escucha colectiva’. Más allá de deslumbrarnos, como todos los asistentes, con la tapa del álbum y los regalitos que contenía (bigotes, charreteras, etc.) puedo asegurar que –como habrá sucedido con tanta otra gente- la sensación inmediata luego de que se desvanecieron los últimos acordes de “A day in the life” fue de asombro, de estupor, de pensar “Bueno... ¿qué más puede venir después de esto?”. Iba a venir tanto y tan bueno que no nos lo podíamos imaginar en ese momento. Lo cierto es que, adquirido posteriormente, tuvimos que escucharlo varias veces hasta poder digerir y comprender todo el talento y la creatividad que los ‘quías’ habían volcado en esa obra. Y no fue nada fácil, ciertamente.
     Para celebrar el lanzamiento del ‘Sargeant...’, y como excusa para reunirse una vez más, el fan club organizó un encuentro en una casa quinta de Parque Leloir. Hubo realmente mucha gente, y el día fue muy agradable y soleado, a pesar del frío. Hasta tuvimos invitados de lujo: a partir de una invitación que les hicimos, asistieron los cuatro Shakers, junto a dos integrantes de una banda que llegó a tener cierto renombre y luego se esfumó sin dejar rastros, Los Walkers. Vinieron su batero, Corre, y un personaje que más tarde derivaría hacia otra vertiente musical: Carlos Altamirano, varios años después conductor del grupo Katunga.
Hacia media tarde, se armó un grupo alrededor de Hugo, Osvaldo, Pelín y Caio, quienes comenzaron a divagar y a tocar informalmente algunos temas de ellos, otros beatles, un poco de todo, acompañados sólo por una guitarra que tocaba Hugo. Nosotros estábamos junto a ellos, integrando el grupo de chicos y chicas que los rodeaba. De repente, comenzó algo inesperado. Estos cuatro queridos Bestias se largaron a improvisar... ¡un tributo a Los Wizards! Lo disfrutábamos junto a ellos pero, de algún modo, nuestros oídos no podían dar crédito a lo que estábamos escuchando: Los Shakers regalándonos un tributo a nosotros. Fue una sanata que transitó desde la típica musica country norteamericana hasta la más pura milonga rioplatense. En ella se contaba la historia de una banda que surgió en el lejano oeste, en Ramos Mejía... “eran lo’ Wizard boys, eran lo’ Wizard boys, eran lo’ Wiz...¡piriripipíiii!, eran lo’ Wiz...¡pararapapáaaa!” y también se mencionaba al “gordo Gordo y al flaco Pepe flaco”. Y había referencias a las violas, a las chicas que nos acompañaban. No faltaron gastadas para ‘artistas’ de ese momento: “y cantando, cantando por la pradera, Palito is coming to sing” continuando con “when Palito Ortega goes to the... caca, Leo Dan goes to the caca, goes with him...” rematando con un “Leo Dan, Leo Dan, Leo Dan...¡cacas, cacas, Leo Dan! And the Palito, with him; Palito is Leo Dan. Leo Dan...¡cacas, cacas, Leo Dan!”. Todo ello cantado a varias voces, y cagándose de risa entre ellos a medida que avanzaba la improvisación. La faceta rioplatense del tributo estuvo a cargo de Caio, con ritmo de milonga: “por el Río Paraná, venía navegando un piojo; con una flor en el ojo y una... pala en el ojal...”.
      Demás está consignar que nos fuimos de allí casi caminando por las paredes de alegría. Nada menos que un tributo a nosotros, hecho por Los Shakers. Había quedado guardado en el grabador de cinta abierta que el amigo Juancho Darreche llevó a la reunión. Nos cansamos de contárselo a todo el mundo, y de escucharlo nosotros y todos aquéllos que pudieron acercarse a la casa del dueño del grabador. Pero hubo alguien más que se cansó: Juancho... Se cansó de pedirnos de todas las maneras posibles que le consiguiésemos una cinta para copiar el tributo, porque él necesitaba la que se había usado al respecto. Tuvo toda la paciencia del mundo, nos lo pidió durante... dos o tres meses, diría. Y nosotros, pelotudísimos inconscientes, prometiendo una y mil veces que íbamos a conseguirle la cinta. Y no lo hicimos nunca. Un día, Juan no esperó más; la necesitó y grabó encima... Adiós tributo, adiós wizards boys, adiós cacas, cacas... Fue un momento único e irrepetible y, aunque les hubiésemos pedido a Los Shakers que nos hicieran otro –creo que no se hubieran negado- ya no iba a ser igual. El instante mágico había sido ése. Podrían venir otros, quizás mejores, pero ése era irrecuperable.
      Como puede apreciarse, Los Wizards también tuvimos algo de qué arrepentirnos, y mucho. Si se quieren buscar excusas, se las podrán encontrar, sin dudas: nuestro propio momento de transición, la poca costumbre de grabar o dejar grabado algo (por fortuna, en la actualidad este aspecto ha cambiado muchísimo), algunos desencuentros, etc. etc.
      Pero qué boludos, por favor, ¡qué boludos...!

          

26. CUESTIONES DE IMAGEN

      No voy a insistir mucho más con las salidas de cliché de Los Wizards,  aserto que ya está corriendo el riesgo, en este relato, de convertirse a sí mismo en un cliché. Pero la mención a la imagen de la banda es ineludible. También en esta cuestión habíamos tratado siempre de aplicar el “porque sí”, sin desmedro de que hubiésemos guardado cierto respeto por determinados lineamientos estéticos generalizados. Así, la etapa inicial había proyectado un aspecto ligeramente formal a la usanza de entonces, aún con la presencia (sometida a mofas y escarnios varios) de alguna vergonzante corbata. Luego llegó el momento de recurrir a poleras y  pantalones negros, rematadas con las imprescindibles botitas de cuero, de caña corta con detalles laterales de delgada goma elástica. Fue durante este lapso que nos sacamos una foto para imprimir en serie (allí sí hubo un “cliché” de veras...) que eran repartidas en cada uno de nuestros recitales. Y, llegados ya a esta tercera etapa, dimos rienda suelta a la informalidad total: era tan válida una remera como una camisa; un pantalón clásico como un jean (vaquero... recordad, oh, nostálgicos/as lectores/as); si había botitas, bien; si había zapatillas o zapatos, también. Era el estilo que, desde luego, no estaba siendo impuesto por nosotros, sino que ponían en práctica hasta buena parte de las grandes bandas. Y las fotos... fueron otra de nuestras grandes asignaturas pendientes. No quedaron muchas, porque no hubo muchas. No teníamos cámaras propias, y las pocas tomas que existieron y aún subsisten –compiladas en algún lugar de este volumen- fueron logradas gracias a los buenos oficios de amigos que siempre nos acompañaban. Es obvio mencionar que tampoco dispusimos de la tecnología de la videofilmación (faltaban varios años para que se difundiese), y la filmación en súper 8 estaba fuera de nuestro alcance.
       Hay que resaltar, de todas maneras, que una de las  experiencias a la que tuvimos acceso en la etapa que estoy relatando ahora fue la gráfica. Las publicaciones de gran tirada, dedicadas específicamente al rock y al pop, eran prácticamente inexistentes. Hubo ciertos intentos desde el under, pero que apenas lograron trascender ese ámbito, y con escasa relevancia. El grueso de las notas dedicadas a bandas o solistas aparecían en las grandes publicaciones tradicionales de espectáculos: Radiolandia, Antena, etc., o en lás páginas específicas de los diarios. Uno de los primeros emprendimientos que se concretó para lograr una publicación especializada de gran alcance fue la revista “JV”. Tuvo una vida bastante efímera, es cierto, pero llegó a lanzar algunos ejemplares de buen diseño y calidad gráfica, y hasta realizar algunos recitales con bandas de cierto renombre (o sin él, pero de nivel aceptable).
       Logramos relacionarnos con JV, y trabar una vinculación bastante cercana con su equipo de redacción/organización. Una integrante de este equipo, que se encariñó mucho con nosotros, fue Yoli, una chica encantadora, muy bonita, que –ay... desfasajes o desencuentros temporales mediante, bastante frecuentes en las relaciones humanas- estaba casada... y embarazada, además. Al margen de estas cuestiones hormonales, la vinculación con ella nos ayudó muchísimo a conocer de cerca el mundo apasionante del que ampulosamente podría denominar periodismo gráfico. En la redacción de JV nos hemos sacado algunas fotos, la mayoría de ellas muy de entrecasa, discurriendo con Yoli y otros colaboradores de la revista. Creo no equivocarme si afirmo que ninguna de ellas salió publicada; tampoco han sido conservadas como recuerdo. Pero existieron. Dónde podrán encontrarse en este momento... buena pregunta. Quizás algún arqueólogo, allá por el año 2501, las pueda rescatar en alguna parte.
       Lo que estoy relatando en este capítulo no es ocioso, ya que tuvo una derivación ciertamente gratificante para Los Wizards en general y para el Gallego y Pepo en particular: uno de los recitales más espectaculares de la banda. Más allá o más acá de este acontecimiento puntual, la cuestión de fondo estaba dada por el fenómeno que nos caracterizaba por entonces: el crecimiento, el afianzamiento, el empeño por aprender y meternos de lleno en lo nuevo; la experiencia que menciono jugó un papel importante en este aspecto. No ignorábamos que, si pretendíamos difusión de lo nuestro, había que abrir el juego y abarcar cuestiones que, hasta entonces, permanecían descuidadas. Y a todo esto lo íbamos aprendiendo solos; aquí sí que no hubo influencia puntual de nadie que nos empujara a tirarnos a la pileta.
       Fundamentalmente, estábamos madurando como personas. Se había acentuado el espíritu de grupo. Nunca hubo ‘estrellas’ dentro de Los Wizards, pero en esta etapa se iba imponiendo el criterio de trabajar más en bloque, más amalgamados. Nadie escabullía el bulto ante ningún esfuerzo que se requiriese. Cómo sería esto de verificable, que hasta el proverbial ego superlativo de Beto iba dejando espacio a una cierta dosis de humildad que, con el tiempo fue tomando distintas formas, aumentando o disminuyendo, aceptando –logro no desdeñable- que alguien pudiese pensar distinto.
        No me queda lugar a duda alguna en cuanto a que Los Wizards fueron, para los que hemos formado parte de este proyecto vital y  vibrante, una escuela que dejó su sello en aspectos centrales de nuestras potencialidades y personalidades, a medida que nos fuimos adentrando respectivamente en la adultez.
       En lo personal, no puedo afirmar que soy lo que soy (¿¿¡¡qué soy!!??) pura y exclusivamente por haber integrado a Los Wizards, pero sí que el haber sido parte de este proyecto, durante el período etario en el que una persona absorbe todo lo que le ocurre con mucha pasión y escaso discernimiento, ha constituído un aspecto fundacional en mi vida.
Dijo Lennon, en “Imagine”: “...You may say I’m a dreamer, but I’m not the only one...” (podrás decir que soy un soñador, pero no soy el único). Estoy segurísimo de no ser el único en haber experimentado lo que consigno en el párrafo anterior. Pero qué bueno es poder reivindicarlo; qué bueno es mirar hacia atrás, disfrutar nuevamente de lo que hemos hecho juntos y poder uno jactarse de que –a diferencia de otra gente- a nosotros no nos tragó la máquina de picar carne. En aquel momento, quizás, hubiésemos dado cualquier cosa con tal de que nos tragara, conclusión que alguien hubiera podido extraer de haber participado en nuestras discusiones y conversaciones. Claro está: eso era de la boca para afuera. El camino que nos estábamos marcando a nosotros mismos era muy otro.
      Creo que fuimos afortunados en que así sucediera.

27. CÓMO SALIR DEL PASO

      Hacía un tiempo bastante prolongado que Los Wizards no recibían su alimento natural: el contacto con el público. Si bien el recambio que se generó a partir de las incorporaciones de Pepo y el Gallego había resultado fructífero, tal como está comentado en forma abundante, en otros aspectos que fueron dándose de modo natural (como en todo proceso de crecimiento) y que derivaron en una mayor robustez del proyecto, nos estaba faltando el factor indispensable para seguir en marcha: plasmar ante la gente todo lo nuevo y rico que se había modelado en el laboratorio de Oncativo 82.
      La oportunidad se presentó durante la primavera de 1967. Como sucesos referenciales, al solo efecto de una ubicación temporal, valga mencionar que finalizando nuestro invierno austral (mes de agosto) había fallecido Brian Epstein, el factótum de Los Beatles desde el punto de vista de la imagen, del manejo empresario, de la movida publicitaria que hizo las veces de indispensable respaldo al talento de Las Cuatro Bestias para su acceso definitivo a la fama. Simple opinión de cercano seguidor del devenir de la trayectorio del grupo: creo que Epstein puede compartir con George Martin el honorífico puesto de “quinto Beatle”, cada uno de los dos en sus respectivas especialidades. Ya entrada la primavera (mes de octubre) se produjo un hecho que –en lo personal- me conmovió profundamente, sin solución de continuidad hasta la actualidad: el asesinato del Che Guevara en Bolivia. Era muy profunda la admiración que uno había sentido por el tipo  por diferentes motivos, entre los cuales el político no era el menor. Y así lo guardo para mí, muy lejos del ícono que el merchandising barato quiso fabricar después.
Volviendo a Los Wizards y el público, la revista JV había organizado un recital múltiple en el club Rácing de Villa del Parque. Y entre las bandas que fueron invitadas a participar estábamos nosotros. Allí fuimos, entonces, con los nervios que es dable imaginar luego de un paréntesis ciertamente prolongado sin el ida y vuelta que constituyó el logro más notable de la banda a lo largo de su trayectoria. Tal estado de ánimo no se verificaba solamente en los debutantes, el Gallego y Pepo; Beto y yo también experimentábamos lo nuestro, más allá de que nuestro derecho de piso ya estaba pagado desde hacía largo tiempo. Creo que nunca termina de pagarse, aún en bandas o solistas con una trayectoria mucho más dilatada. Si los debutantes hubiesen sabido cuál iba a ser su derecho de piso, y el papel que les iba a caber en el recital, los nervios se hubieran multiplicado varias veces... El salón era muy espacioso y amplio, y estaba colmado de gente (quizás la memoria me traicione un poco, pero me parece que habría allí adentro no menos de mil personas). El arranque fue normal y, felizmente, no hubo contradicción alguna entre lo logrado en el laboratorio y lo que se ofreció en vivo: sonido compacto, fuerte, bien amalgamado, el equipo de voces (del club) funcionando sin inconvenientes. Hasta que, habiendo tocado tres o cuatro temas, el Gaucho, el inefable alojamiento de las guitarras se puso caprichoso y se plantó. Entre insultos de diverso calibre, manipuleo de perillas y alguna patada desesperada que Beto y yo le propinamos, ahí seguía el muy turro, sin inmutarse. La gente aguantó un rato, pero de a poco comenzó a impacientarse. Y, sorpresivamente para ellos dos y para todos, se concretó el gran papel de los debutantes. Mientras Juan Carlos y alguno de los ‘plomos’ se ocupaban de la terapia del Gaucho, Pepo arrancó paso a paso con algunos redobles, jugueteando un poco con los palos e improvisando ritmos con los tones y el bombo. El Gallego se ubicó a su lado y empezó a repaldarlo con las líneas de bajo que mejor manejaba. Conclusión: entre ambos se cargaron al público con un solo de batería y bajo que duró, por lo menos, veinte minutos. El tiempo suficiente como para que Juan Carlos y compañía pusieran en caja al rebelde, y como para que a Beto y a mí se nos descomprimieran los esfínteres...
     El recital continuó. Mejor que antes, diría, porque de por medio se había acentuado la euforia de chicas y chicos con la performance pepogalleguesca, la cual había hecho aumentar el calor, los saltos y los vítores de quienes apenas un rato antes nos miraban casi con lástima.
     No sólo habíamos salido del paso. No sólo los debutantes ante el público habían cumplido con creces su papel. Los Wizards estaban transitando uno de los mejores recitales de su trayectoria.
     Vaya si fue importante para nosotros, esa incursión por Rácing de Villa del Parque.

      

28. “¡HEY! ¿WHAT YOU’RE DOING?”...

        ... o “¡eh! ¿qué estás haciendo?” en su traducción al castellano, primera frase del tema “What you’re doing”, que integra el álgum ‘Beatles for sale’, y que formaba parte del repertorio wizard. También puede tener otra acepción, tan correcta como la expresada, habida cuenta de las limitaciones del idioma inglés:  “¡eh! ¿qué están haciendo?”.
        Cualquier persona que haya seguido el relato hasta aquí podría formularse esta pregunta. Porque los hechos, salvo alguna pequeña voltereta burlona que pueda haber jugado la memoria –no sólo la mía-, se fueron sucediendo en la secuencia y con las características que he venido mencionando desde el comienzo.
        Henos acá, pues, frente a un grupo de personas que decide canalizar inquietudes y creatividad adolescentes o de su primera juventud a través de una banda de rock and roll. Con distintos matices y diferentes grados de compromiso, pero así era. Con cambios de algunos de sus integrantes producidos por motivos puntuales, pero que en todos los casos abrieron las puertas para etapas de mayor solidez para el colectivo, con respecto al período anterior. Siguiendo una línea evolutiva ascendente, tanto en el trabajo de equipo como en el avance musical. Saliéndose de ‘cliché’, como ya está comentado, en aspectos claves respecto a cánones preestablecidos; a líneas de conducta y de procedimiento que ya habían sido probadas por otros, y que garantizaban el acceso al circuito de los que hacían las cosas como se debe; a cumplir con-todo-lo-que-una-banda-debe-cumplir-para-llegar-al-éxito. En pocas palabras: haciendo Los Wizards lo que se les cantaba soberanamente en las pelotas...
De cualquier modo, el ‘qué están haciendo’ tiene motivos más que sobrados para aparecer como incógnita. ¿Qué había para adelante? ¿Hacia dónde se suponía que íbamos? ¿Cuál era el objetivo final del proyecto? ¿O era el proyecto un objetivo en sí mismo? Preguntas éstas para las que nadie, ni siquiera nosotros –o principalmente nosotros-, tenía respuestas. Quizás la búsqueda, el afán por despegarnos del modo fofo y mercantilizado de entender y hacer el rock and roll que se iba extendiendo en Argentina, hubiese sido una buena razón para explicar nuestros porqués. Visto a la distancia, aparece como coherente. Nuestros referentes musicales estaban lejos y evolucionaban como producto de otras realidades, aunque eran parte sustancial de la misma época convulsiva y revulsiva mundial. En nuestro país, Los Shakers iban desapareciendo poco a poco del centro de la escena; de hecho, estaban más ocupados en comenzar a pergeñar su obra cumbre, “La conferencia secreta del Toto’s bar” que en andar peleando cartel o puestos en los charts con los anodinos e insustanciales ídolos del momento. Faltaba un tiempo, todavía, para que proyectos como Almendra, Manal, más tarde Sui Géneris, cada uno desde su propia propuesta (con mayor o menor adhesión) le dieran una envergadura y una entidad creativa reales al rock cantado en castellano en Argentina. Ya habían pasado, sin dejar mayores huellas, intentos como Sandro y Los de Fuego o Los Gatos Salvajes, por mencionar solamente a ellos, envueltos en lo que había sido apenas un cúmulo de buenas intenciones.  Por esos fines de 1967, se pertenecía a la onda “Cuevera” o “embalsamada”, o al estilo Roberto Sánchez devenido “Rosa, Rosa” (¿doña Rosa, doña Rosa?) (*). De lo contrario, el destino inevitable eran los escenarios marginales, el under, los boliches para poca gente. Y las muy escasas posibilidades de tocar o grabar.
      Abarcados por este contexto, Los Wizards dejábamos traslucir en el devenir cotidiano esa contradicción que existía entre la fidelidad a una conducta, a un estilo, a un modo de concebir el evolucionismo musical y las posibilidades concretas de ganar público o aumentar nuestros seguidores, más allá de quienes tozudamente nos seguían acompañando. Y de encontrar escenarios para mostrar lo que sabíamos hacer. Sobrevendrían, de todos modos, experiencias enriquecedoras con la gente y en cada uno de nosotros, en el plano individual. Formaríamos parte de la etapa inaugural de un medio gráfico que marcó rumbos en las publicaciones de gran tiraje dedicadas al lector juvenil. Pero la contradicción estaba planteada, y se evidenciaría con más fuerza a medida que transcurriese el tiempo. El salirse de ‘cliché’ tenía su precio.
     Mientras tanto, creo que no vendrán mal un par de anécdotas, para quebrar un poco el merodeo de cierto hálito melanco que se percibe en este capítulo. En una ocasión, durante un intervalo en un ensayo en Oncativo 82, salimos a la vereda a tomar un poco de aire (era un sábado o un domingo por la tarde). Ese día sin invitados: estábamos solamente Juan Carlos, Beto, el Gallego, Pepo y yo. Por la vereda de enfrente, pasa caminando una niña de unos once o doce años, con la vista fija en el suelo, llevaba camisa y una pollerita tableada que le alcazaba a tapar las rodillas, abrochada a unos 10 cm. por encima de la cintura, a la usanza de entonces. Cuando pasa frente a nosotros, la niña apenas levanta la vista del suelo y saluda tímidamente al Gallego, prosiguiendo luego su camino. Y el comentario de José Luis: “-¡Jéh! Me la estoy preparando para más adelante...-“. Ciertamente. Al cabo de varios años, esa niña fue su primera esposa.
Otra. La segunda guitarra que compré (en Daiam, dónde si no...) era de una tonalidad marrón con detalles en beige, bastante similar en modelo y colores a alguna Gibson que habíamos visto en una revista. Y en la contratapa de otra publicación, de papel duro, apareció un día la publicidad de la guitarra, con el nombre en tamaño original. Fue verla, recortarla y pegarla en el clavijero de mi guitarra. Y más de cuatro se creyeron en varias oportunidades que estaban viendo una Gibson original. También ostentaba un barato astronauta de plástico, que encontré en la calle y que colgué del mismo clavijero; me acompañó a varios recitales. Vaya la anécdota con un valor agregado. Algunos años después, ya casado quien escribe esto con Malisa, ambos encaramos la realización de un viaje tipo aventura por... el mundo, en su objetivo original. Luego se acotaría a Dinamarca y el resto de lo que por entonces se denominaba Europa occidental. El poco dinero que reunimos para iniciar el viaje salió de algunos escasos ahorros, pequeños donativos... y la “gibson” que fue a parar al banco municipal de empeños. Los pocos muebles de que disponíamos, y cajas con enseres y papelería, fueron distribuídos entre las respectivas casas familiares de origen y la boutique que Cuky, mi suegra, tenía en el centro de Ramos Mejía. Ya habían pasado unos tres o cuatro meses de iniciado nuestro viaje, nosotros ubicados y trabajando en un hotel de Copenhague, cuando una mañana Cuky decide acomodar un par de estantes de su boutique. Al reubicar una caja, de la misma se cae un papel; Cuky se agacha para recogerlo y verifica que era la boleta de empeño de la "gibson”. Mira la fecha y se da cuenta que todo eso  estaba ocurriendo... el mismo día del vencimiento de la boleta. Ella pensó: “-Uy... En una de ésas Pepe quiere conservar la guitarra. Mejor voy y renuevo la boleta.-“ Al mediodía cerró su negocio, fue hasta el Banco e hizo la renovación por un año. Antes de que transcurriera ese tiempo, Malisa y yo estábamos de regreso, así que todo fue ir a rescatar la guitarra y traerla conmigo nuevamente.
       Todavía hoy está en nuestro dormitorio; todavía funciona, con sus micrófonos intactos y con su crudo sonido sesentista, muy similar al logrado por Los Beatles en el álbum “Beatles for sale” que menciono al comenzar este capítulo. Y, especialmente, en el tema “What you’re doing”... Después de haber pasado por algunas otras peripecias, todavía está ahí: se empecina en seguir acompañándome.
       Premonitoria y sabia decisión, la de mi querida Cuky.

            

(*) Dicho sea esto sin desmedro alguno de la calidad interpretativa del tipo, o de lo que Sandro significa hoy, treinta y cuatro años después, para sus antiguas y renovadas fans. Un fenómeno inédito (o casi) en Argentina.

29. PECES EN EL AGUA

      A comienzos de 1968, Los Wizards repartíamos nuestras preocupaciones entre lo laboral (desarrollando una ecléctica gama que iba desde el trabajo administrativo en la Cía. Gral. de Fósforos hasta la venta de pollos, pasando por la colocación de toldos de aluminio), un aspecto que se presentaba bastante difícil aunque lejos del drama actual, y lo específicamente musical, continuando con la rutina de experimentar, buscar, tratar de abrir brechas. En el afán de respetar las letras textuales en inglés y no inventar sonidos parecidos ni recurrir a la fonética, contábamos ya con la colaboración inestimable de María Inés Alemán, quien se tomaba el trabajo de escuchar pacientemente algunos temas cuyas letras no eran tan accesibles –excepto temas beatles y stones, no era tan sencillo conseguir las partituras de canciones de otras bandas, con su texto original- y volcarlas al papel, para que pudiésemos cantarlas decorosamente, o mintiendo lo menos posible. Así, sus orejas y su dominio del inglés nos facilitaron el trabajo con temas como “Mr. Spaceman”, “The sounds of silence” y “I am a rock”, entre otros. Verifíquese entre líneas la búsqueda que he mencionado reiteradamente en este relato, en particular en esa etapa que estábamos transitando. Todo el grupo profesaba un cariño muy grande por María Inés y, en lo personal, debo consignar con afecto el recuerdo de las larguísimas conversaciones, disquisiciones y alguna que otra discusión que mantuvimos en la entrada a la casa de sus padres (adentro cuando llovía o hacía mucho frío), ella sentada en uno de los pilares que servía de soporte a la puerta baja de entrada al jardín y yo montado en mi sueca bicicleta Monarch –a la que aún conservo; o la bicicleta me conserva a mí, realmente no lo sé...-. Por el cedazo de esas conversaciones y disquisiciones pasaba todo, desde lo musical hasta lo filosófico, pasando por lo existencial. En fin: todo lo que se puede charlar hasta el cansancio a la edad en la que una persona está descubriéndolo todo, hasta el hecho irreverente  y ciertamente detestable de que el mundo ya existía antes de que uno/una naciera...
Los carnavales de ese año nos encontraron como los anteriores: tratando de conseguir algún lugar para ir a tocar, pocos días antes de que comenzaran. Una vez más la suerte y el espíritu abierto de la época nos ayudaron. Gracias a una vinculación lograda a raíz de mi trabajo en la fábrica de toldos, tuvimos la posibilidad de tocar varias veces en el club Once Corazones, de Ciudadela Norte. Y de realizar un nuevo recital  -que fue memorable para nosotros- en El Trébol, de Haedo. En Ciudadela hicimos la que creo que fue una de las pocas concesiones que le brindamos a la onda ‘hippie’: algunos de nosotros fuimos a tocar ataviados con ostentosas camisas floreadas. ¡Ah! Y hubo otra condescendencia más hacia la onda comercial: incluir en el repertorio –ya que de un jocoso carnaval se trataba- al entonces popularísimo y difundidísimo “Pata, pata”, de Miriam Makeba (aquí sí mentimos a lo guaso con la letra...). Durante uno de los recitales allí se presentó la ocasión de ratificar lo mencionado en otro capítulo, en cuanto a salir del paso. Transcurría todo con normalidad hasta que... no, no se plantó ningún equipo. Directamente se cortó la luz. Después del primer momento de desorientación comenzaron a aparecer algunas velas y la gente, no sin disgusto y luego de una corta espera, a disponerse a abandonar el club. Pero había algo que Los Wizards no hicieron jamás: achicarse. Pepo no necesitaba electricidad para tocar la batería, así que “-Pepo ¡dale!-“ fue la sugerencia colectiva un tanto desesperada. Y Pepo le dio. Vaya si le dio. Estuvo entre veinte y treinta minutos haciendo un solo, repartiendo palazos sobre cuanto bulto tuviese a mano, dada la penumbra (hasta algún culo cercano debe haber ligado alguno). Y los tres restantes, mezclados entre la gente bailando y portando velas como estandartes. Al final, nadie se movió del club hasta que este show improvisado terminó cuando el pobre Pepo, exhausto por el cansancio y el calor, largó el redoble final. Creo que después se fueron todos, pero nosotros habíamos cumplido con lo nuestro.
      A presenciar el recital en El Trébol había ido gente del fan club de Los Beatles. Mucho público, como de costumbre, y –como de costumbre- una linda recepción cuando subimos al escenario. Veníamos de tocar en Once Corazones. Quizás por eso ya llegábamos ‘ablandados’. Había entre los cuatro un cierto estado de ánimo de rélax, de despreocupación (más tarde lo evaluaríamos como un ‘ma’ si, qué me importa’). Lo cierto es que el arranque con “You can’t do that” nos sorprendió a nosotros mismos: sonó espectacular, aceitado, potente, sin fisuras. Los equipos funcionando sin problemas, las guitarras y el bajo con una afinación perfecta, la batería de Pepo empujando con toda la garra pero amoldada al ensamble colectivo. Parecíamos una de esas bandas cuyos integrantes ya han pasado diez años tocando juntos, y ejecutan cada uno lo suyo casi de memoria. Pero poniendo fuerza, entusiasmo. Calentura, vamos... Así, cada tema fue realimentando al siguiente, concluyendo con el público ovacionando y nosotros experimentando una satisfacción que no habíamos logrado muchas veces. La propia gente del fan club, que nos había visto tocar en ocasiones anteriores, nos decía: “-¡Cómo sonaron hoy!-“.
         A riesgo de caer en la reiteración, tengo que afirmar otra vez que ésa y no otra era la razón de ser de Los Wizards: la gente, las chicas y chicos (y no tan chicos) que recibían todo lo que el trabajo de laboratorio generaba.  Eran los momentos en que, con absoluta seguridad, nos sentíamos como peces en el agua, tal el encabezamiento de este capítulo.
        La languidez que menciono pudo ser premonitoria. O no, vaya uno a saber. Contribuyó, sin dudas, para brindar un recital fenomenal. El momento concreto fue ése, y en ese punto estriba su importancia.
Luego de esos avatares carnavalescos, hubo un viaje a Villa Carlos Paz. No fuimos todos: Beto, el Gallego y yo con algunos compañeros de trabajo de la fábrica de toldos de aluminio. Lindos días, buen tiempo, algunos encuentros cercanos con señoritas que, un mes después, viajaron a Buenos Aires para darles continuidad. A excepción de uno de los compañeros de trabajo (que luego terminó casándose con una de esas señoritas), para el resto la continuidad no excedió el plano hormonal, y finalizó poco tiempo después.
       A continuar con el avance de Los Wizards, pues. ¿Hacia dónde? Ese año 1968 lo iba a determinar con claridad.

              

30. “¿ADÓNDE APARECIERON? ¿EN SEVENAP?”

     Las cosas son como son, no como uno quiere que sean, o como uno quiere verlas. Esta aseveración, escuchada alguna vez de boca de algún veterano experimentado, se iba metiendo día a día en el devenir de los hechos en general, y de los nuestros en particular. La explosión arrasadora de los 60’s estaba en su plenitud. Era avasallante, rica en acontecimientos y cambios permanentes que hacían trastabillar hasta a quienes –por una cuestión generacional y por formación ideológica- estábamos mejor preparados para asimilar ese aluvión de transformaciones de todo tipo: políticas, económicas, sociales, culturales, costumbristas,  de toda índole. Podría hacerse un parangón con lo que en la actualidad sucede con los avances de la tecnología y de la informática; lo que hoy es novedoso y de máxima actualización, en poco tiempo puede transformarse en obsoleto, superado por un producto que lo sobrepasa en calidad, precisión, velocidad. Bueno: en aquel momento, el producto era el mundo en su conjunto, y los avances se concretaban en proyección geométrica.
      Los Beatles habían realizado su “Magical mistery tour” para televisión (aquí, en Argentina, sólo vimos algunos pasajes por ese medio, en programas musicales; recién después de varios años tendríamos acceso a la película completa, primero en celuloide y luego en video) y ya estaban metidos de lleno en peleas internas y en la grabación de lo que sería para muchos –me cuento entre ellos- su obra cumbre: el Álbum Blanco. Los Stones habían lanzado un tema que sería emblemático ese año, “Street fighting man”, muy ligado por mucha gente al Mayo francés. En términos más domésticos, Los Shakers culminaban “La conferencia secreta...” y lo lanzaban, casi sin promoción y sin apoyo de la compañía discográfica (Odeón) que, si bien les había dado entera libertad para crear y grabar lo que les viniese en gana, los dejó colgados del pincel a la hora de la aparición pública del álbum. La razón, según los ‘clarividentes’ directivos: no era una obra comercial. El impacto que esta actitud provocó en la banda fue demoledor (fuimos testigos de ello). Era la culminación de una serie de disparates que se venían cometiendo con ellos desde hacía tiempo, especialmente desde que –músicos de alta escuela como eran, y siguen siendo- dejaron de ser negocio para la onda de primitivismo rockero que predominaba en ese tiempo. No hace falta exprimir demasiado el cerebro para imaginar lo que sucedió después: Hugo, Osvaldo, Pelín y Caio decidieron extender la partida de defunción de Los Shakers y emprender proyectos diferenciados.
En el medio de esta vorágine de acontecimientos, Los Wizards íbamos descubriendo de a poco el precio de estar fuera de cliché. Tocábamos poco y nada en público, a raíz de lo cual casi no había medios económicos ni para reparar un equipo, renovar encordados para guitarras o bajo, comprar cables conectores nuevos (sobre una de las paredes del salón de ensayo, Beto tenía colgado el suyo de un clavo, con un cartelito en el que se leía: “Beto’s cable”. Para evitar afanos... ¿vio?). Pepo no tenía tantos problemas al respecto: los palos de marca eran caros, pero se arreglaba con los nacionales. No serían tan resistentes, pero zafaban. Lo más remarcable en todo este cuadro era que el crecimiento y la experimentación se hacían dificultosos, lentos. A pesar de la voluntad de no quedarnos y seguir remando, la distancia (con nuestros referentes por un lado, desde el punto de vista musical; y con la realidad balsámica en Argentina, en relación a la posiblidad de conseguir recitales) era cada vez mayor.
        No obstante, hubo un hecho trascendente, desde el ángulo de la imagen, y como muestra de esa voluntad de fierro. Posiblemente a partir de algunos vínculos que habían quedado con la gente que hizo la revista JV, nos enteramos de que estaba por hacer su irrupción un nuevo medio de prensa, de muy buena factura y presentación y contenido bien cuidado y elaborado. El medio en cuestión era una revista que se llamaría “Pinap”, y que tendría alcance nacional. Merced a los vínculos que he citado, se nos presentó la oportunidad de que nos hicieran una pequeña nota, que iba a aparecer en el primer número, con una foto de la banda. Acometimos esto con mucho entusiasmo, y una tarde de comienzos de otoño nos fuimos con uno de los fotógrafos del staff a realizar algunas tomas cerca de Catalinas norte, en las vías ferroviarias que se encuentran entre la Av. Madero y la entonces Av. Dávila (hoy Alicia Moreau de Justo), en la zona dominada actualmente por el elegantísimo, posmodernísimo y yuppísimo Puerto Madero. A la altura de las calles Viamonte o Tucumán, por poner una referencia. El fotógrafo era un tipo muy piola, conocedor de su trabajo y paciente con debutantes en estas actividades, como éramos nosotros. Logró unas cuantas tomas,  en diferentes lugares y posicionándonos de distintas maneras. Una de ellas fue curiosa, y nos gustó de veras: se tiró al suelo, boca arriba, e hizo que nosotros cuatro nos parásemos alrededor de él, mirando a la cámara. Luego de que estuvieron impresas, nos consultó respecto a cuál preferíamos para incluir en la revista. La elección fue unánime (él y nosotros): la foto tomada de abajo iba a ser la que apareciera en el primer número de Pinap, y la única foto de Los Wizards que sería publicada en un medio masivo de prensa.  
         Este hecho, tan fuera de lo común para nosotros, fue comentado ampliamente entre amigos y habitués a los encuentros en Oncativo 82. Ya había aparecido la revista; nosotros no teníamos aún un ejemplar, pero se sabía que estábamos ahí. Y no faltó el despistado (lamento no recordar quién fue) que comentó, muy suelto de cuerpo: “-¿Adónde aparecieron Uds.? ¿En Sevenap?-“. Sonoras carcajadas, y reflexiones en cuanto a lo bien que nos hubiera venido que nos contratasen para un corto publicitario de una conocida bebida gaseosa.
        Quizás pueda existir algún inquieto lector o lectora de este relato que intente conseguir ese primer número de Pinap. Allí encontrará, entonces, las caras de Los Wizards en 1968. De cualquier modo, la foto se reproduce en la sección documental de este libro.

     

31. EL TRASPIÉ

       La aparición de la foto en Pinap tuvo varios resultados. Entre ellos, el más importante fue la levantada de ánimo general y un brío renovado para continuar empujando hacia adelante. Se revitalizaron algunos contactos que habían quedado un tanto relegados; ciertos habitués que se habían alejado un poco volvieron a acompañarnos en los ensayos; la perseverancia en el trabajo con los temas propios se intensificó.
      Entre los objetivos que siempre nos habíamos fijado, estaba el de tomar contacto con determinados programas radiales que podían servir de trampolín para acceder a recitales y, eventualmente, a la posibilidad de poder concretar una grabación en serio. No había muchos, en realidad, y los que existían se dedicaban principalmente a difundir el rock nacional en el estamento en el que se hallaba por entonces. Vale recordar que las grandes bandas internacionales estaban en una rica etapa de transición; las nuevas (y buenas) recién transcurrían el proceso de conocimiento por parte del público argentino; desde EE.UU. intentaban imponer el conocido fraude que respondió al nombre de “The Monkees”, un grupo de ladronzuelos carilindos que afinaban medianamente bien, pero cuya base instrumental en las grabaciones era realizada por músicos de sesión. Vendieron buena cantidad de discos, ya que el producto resultaba agradable, pero no pudieron reproducir jamás en vivo lo que vendían a través del laboratorio... simplemente porque, como intérpretes, eran horribles. Otro buen grupo uruguayo había incursionado en Buenos Aires, con el apoyo de Los Shakers pero sin lograr tanta trascendencia como ellos. Se llamaron Los Mockers y trabajaban una onda stone, pero con temas propios y cantados en inglés. La marea primitivista los trituró.
Dentro de ese marco, conseguimos que el grupo Kleinman (productores, entre otros, del programa “Modart en la noche”) nos concediese la oportunidad de dar una prueba. Hacía bastante tiempo que no tocábamos en público y, para asegurarnos un sonido acorde con la potencial importancia del hecho, decidimos prescindir de nuestros equipos habituales y pedirles prestados a Los Shakers dos de los de ellos, a lo que accedieron sin inconvenientes. Estaban viviendo aún en el edificio de San Martín 933 (la prueba se concretó cerca de allí), fuimos a buscar los equipos y nos dirigimos al encuentro de quienes podrían lanzarnos a la fama. A punto estuvieron de lanzarnos... por la ventana. Y claro. Nervios de punta de nuestra parte; no conocíamos a nadie y –lo peor- no conocíamos a los equipos, mucho más sofisticados que los nuestros. La consecuencia fue que sonamos atroz, hasta desafinando al cantar (cosa bastante infrecuente). Alternativamente se escuchaban más las guitarras que el bajo, o el bajo que las guitarras, o la batería que las voces, un bochorno alevoso. Las caras de los tres tipos que nos escucharon lo dijeron todo. Entre sonrisas irónicas, intentaron persuadirnos para que nos dedicásemos a otra cosa; nos concedieron una única gentileza: no nos mandaron a la mierda...
      No fue fácil recuperarse de este traspié. Por suerte había mucha conversación, mucho diálogo entre nosotros y así pudimos ir descubriendo, punto por punto, todas las macanas que habíamos cometido. Y, sobre todo, logramos reconvencernos de que no nos teníamos que dedicar a otra cosa; que habíamos sido unos calentones, simplemente, movidos por la ansiedad de mostrar lo que hacíamos lo mejor posible.
     Pero fue un traspié, sin dudas. En un momento en el que las condiciones para reponerse no eran las más adecuadas.

        

32. VARIANTES

       Suele suceder que, de tanto en tanto, una persona o un grupo de personas atraviesa una etapa de transición y pareciera que todo lo que se hace o se intenta empieza a girar alrededor sin solución de continuidad, como si se estuviera atrapado en una espiral que se abre hasta el infinito. A menudo aparecen, entonces, situaciones encontradas; y así se pasa de la euforia al pesimismo, del ‘novamás’ al ‘vamostodavía’, de las ganas de perseverar a muerte con lo que se hace a tratar de atisbar a través de alguna otra mirilla para encarrilar todo el potencial que estalla adentro. Y cuando las condiciones externas son apropiadas, cuando el ámbito predispone a buscar, a hurguetear, a intentar cambios, la velocidad de la espiral se acelera sin límite alguno. Tal lo que nos pasaba a Los Wizards como proyecto colectivo, y a cada uno de sus integrantes, promediando aquel año 1968.
En el plano personal, el Gallego, Pepo y Juan Carlos no transitaban períodos excesivamente convulsionados, más allá de lo que la propia naturaleza se encarga de revolver cuando se tienen dieciocho, veinte o veintiún años. Pero a Beto y a mí la batidora interior nos estaba sacudiendo con ganas. El menor de los dos hermanos Lamas decidió completar el quinto año del bachillerato, después de un intento fallido en 1967 -había repetido-. Y se inscribió nuevamente en el Esteban Echeverría, que había sido nuestro festival de verano de St. Peter’s Church (perdóneseme la atrevida comparación: en ese festival, en 1957, se conocieron Lennon y Mc Cartney. Agrandate nomás, González...). Por mi parte, creí oportuno intentar hacer algún dinero importante, para paliar un poco una situación económica familiar y personal bastante estrecha. Y comencé a estudiar con todo vida y obra de Domingo Faustino Sarmiento, con la idea de participar en un programa televisivo de preguntas y respuestas que los lectores de cierta edad recordarán, seguramente: “Odol Pregunta”. Había averiguado las condiciones y, como primero debía tener acabadamente conocido el tema sobre el cual iba a responder antes de anotarme, comencé a pasar tardes y noches enteras (el tiempo que me dejase libre el trabajo) enterándome de las andanzas del sanjuanino, al menos de las que la historia oficial dejaba filtrar. En plan de obtener mayor asesoramiento, una noche fui al Echeverría a conversar con la profesora Zappettini, de Literatura, aquella dama tan chapada a la antigua que –sin embargo- se había entusiasmado tanto la noche de nuestra parodia de fin de curso en 1964. Esperé hasta que fuera momento de un recreo y charlé un rato con la profe, quien me brindó su aliento y me asesoró en buena medida. Lo que yo no supe, y me enteraría algunos meses después, es que mientras transcurría la conversación en el patio superior del colegio, una compañera de división de Beto –discurriendo con otra alumna durante los minutos de descanso- había reparado en mí. Finalmente, no tuve la constancia que hubiese sido necesaria para continuar con el proyecto; meses después, la intención de hacerme con el millón de mangos de Odol y la vida de Sarmiento habían pasado al olvido, atrapado como estaba por una realidad vibrante.
       Lo musical también se inscribe en la vorágine que me ocupa en este capítulo. Entre las mirillas a través de las cuales habíamos decidio atisbar, se ubicó el intento de conformar un grupo vocal de proyección folklórica, al estilo de Los Huanca Hua, del Grupo Vocal Argentino, del Cuarteto Zupay. No era una idea tan traída de los pelos, ya que mi experiencia anterior a acometer el proyecto wizard había pasado por dicho género, con resultados bastante aceptables. Hasta llegamos a imaginar un nombre para el tal agrupamiento: “Epifonía”. Debo admitir que no sonó mal, y que lo que se consiguió plasmar tenía un sello bastante particular. Pero se pudo aplicar a ese intento la frase que se acostumbra a utilizar al quebrarse una relación amorosa de escasa duración: “fue lindo mientras duró”. Después de cuatro o cinco ensayos, la epifonía fue a parar al tacho de la basura.
      Los de Los Wizards era demasiado fuerte; había calado demasiado adentro nuestro como para dejar paso, así como así, a los revoleos que traían aparejadas las ráfagas de la espiral. Tan vertiginosa como la vida, pero no tan potente como para arrasar algo que ya teníamos metido en la sangre. Y que no quería irse.

      

33. INCLUSIÓN OBLIGADA

       Quedó explicitado desde el principio que este relato, que una vez finalizado recibirá el pomposo calificativo de libro o vaya a saberse cuál, pretende reflejar un hecho o sucesión de hechos, una época, un estado de cosas que permitieron que un grupo de adolescentes –o casi...- intentaran llevar a cabo algo trascendente. Convencido como estoy de que, en buena parte, lo lograron. También quedó remarcado (y en este punto hay que recordar que el que avisa no es traidor...) que el autor de este relato no es escritor; es más: esto que se está leyendo es el primer intento de quien lo escribe para lograr plasmar una obra integral, coherente y con un sentido abarcativo. No es la intención de  uno la de incursionar en un estilo periodístico pero, habida cuenta del sesgo no profesional, uno se permite dar cabida por un instante a lo emocional, a lo que lo conmueve al momento de escribir; tal como ha hecho durante diez años en los que tuvo un micrófono delante y acometió con lo que lo movilizaba, despojándose de la supuestamente obligada pátina de ‘equilibrio’ y ‘asepsia’ que debe caracterizar a un comunicador en serio.
       Toda esta introducción viene a cuento dado que, si bien no se intenta seguir el día a día de hechos que ocurren mientras esta sucesión de recuerdos se va hilvanando, hay inclusiones que son obligadas. Que uno no tenía previstas, desde luego, al armar el esquema del relato; pero que no puede ni quiere obviar. Y sucedió que anteayer, 29 de noviembre de 2001, murió George Harrison. Tan simple, rotundo y demoledor como eso: George Harrison no existe más.
      Nada más alejado de mi intención que el tratar de trazar una semblanza de su carrera, dentro de Los Beatles o como solista. Ni de su perfil bajo, ni del papel que le tocó jugar como integrante de La Banda (esta definición le pertenece a mi hijo Fernando, a punto de cumplir veinte años, y transitando experiencias musicales y de vida necesariamente muy distintas de las que le tocó vivir a su padre hace más de treinta años). Los medios y las publicaciones especializadas se encargan y se encargarán de tal cometido durante un buen tiempo, necrofilia periodística mediante.
      Pero Harrison fue parte de Los Beatles. Y Los Beatles fueron parte de Los Wizards. Y Los Wizards no hubiesen tenido razón de ser, de no haberse dado esa conjunción inmensa de cuatro buenos músicos de Liverpool, individualmente talentosos pero no sobresalientes, que juntos pero no amontonados, sanamente compitiendo y emulándose entre sí, y encontrando a la gente exacta en el momento exacto, consiguieron dar vuelta la historia de la música durante el siglo XX. Produciendo una obra grandiosa, monumental, que quizás tarde largos, larguísimos años en ser equiparada o superada. En lo musical y en su trascendencia. En su carácter de ‘bisagra’ de la evolución cultural de la especie humana.
       Esta inclusión obligada, entonces, quizás tenga más que ver con la necesidad de uno de canalizar el dolor por la muerte de George que con la coherencia e hilación de este manojo apretado de experiencias cálidas, vibrantes a pesar del tiempo transcurrido. Pero estoy seguro de que no podrá ser considerada fuera de contexto. Por una sencilla razón, que el devenir de los hechos también califica como irrepetible: Los Beatles eran nuestros equivalentes etarios; los parió nuestra generación y, por lo tanto, éramos nosotros, los por entonces jóvenes muy jóvenes o apenas adolescentes, quienes estábamos junto a ellos sobre algún escenario o impulsándolos para que produjesen esa obra grandiosa y monumental.
       Larga vida al legado de George Harrison, pues.
       De cualquier modo, pido disculpas por esta disgresión.

34. “¡¡EXPLOTÓ!! ¡¡EXPLOTÓ!!”

       Bien se comenta por ahí que el hombre es el único animal capaz de tropezar con la misma piedra dos veces. Qué íbamos a ser Los Wizards la excepción... para nada. Califíquesenos, si se quiere, más de animales que de hombres, pero lo cierto es que hemos tropezado. No sólo dos: varias veces con la misma piedra. Pero en lo que atañe a esta capítulo se cumplió con la regla al pie de la letra. De pura terquedad por mantener vivo al proyecto, así de sencillo.
      El hecho es que, se nos presentó la segunda oportunidad de realizar una grabación. En esta ocasión nos tiramos a un estudio mucho más sofisticado, y con más renombre que aquel en el que habíamos concretado nuestro primer intento. Se trataba de ION, un sitio en el que buena cantidad de artistas profesionales grababan los ‘másters’ que luego comercializaban a través de las respectivas compañías que los tenían contratados.  El motivo era que ese estudio estaba mucho mejor equipado que las empresas discográficas de nivel medio para abajo. Claro: sus tarifas distaban de ser accesibles, pero valía la pena el esfuerzo de reunir el dinero y –por una vez- experimentar el desafío de grabar en un lugar que aseguraba una calidad técnica impecable. No más de una hora, por supuesto (tampoco nos daba el cuero como para pasar una tarde entera allí). Por lo tanto, le pedimos prestado un ton grande a Reggio, un habitué de siempre en nuestros ensayos que estaba intentando formar su propia banda, dado que el de Pepo –batería azul ex shaker, recordar- estaba dando ya un poco de lástima. Metimos todo en una camioneta y allá fuimos. Convengamos en que no hubo tantos nervios como durante la primera vez. Sí se repitió esta extrañeza de tocar sin público, nosotros cuatro nada más frente al tipo que estaba del otro lado de la pescera. Pero bastante relajados en esta oportunidad. De este modo se logró un resultado de lejos más convincente que el obtenido en el ‘debut’. Escuchábamos las tomas y... ¡puta! Sonaba bastante parecido a lo que se oía en los ensayos o sobre un escenario. Hasta estuvo un tema propio que ya he mencionado: “Mr. Meditation”. Pero... ¿cuándo carajo se nos iba a dar algo importante a nosotros sin que surgiera alguna complicación? Promediando la sesión, se rompió el pedal del bombo de la batería. Pepo haciendo todos los malabarismos posibles, pobre; creo que no le faltaron ganas de emprenderla a las patadas, ya que el susodicho pedal se había mancado de forma irreversible; el caso es que el tiempo seguía corriendo y la hora se iba terminando. Por consiguiente, las últimas tomas las hicimos prácticamente sin el sonido del bombo. Algo así como si las hubiésemos realizado sin bajo, más o menos (y no éramos The Doors, precisamente).
De cualquier manera, nos fuimos del estudio con nuestro máster, y algo más satisfechos que la vez anterior. Cargamos todo en la camioneta y emprendimos el regreso, Beto y Juan Carlos en la cabina, con el conductor, y los tres restantes en la caja. Venía todo bastante bien acomodado, con el ton de Reggio arriba de todo, tratando de cuidarlo más que al resto de los equipos dado que había que devolvérselo a su dueño. Avenida Rivadavia de noche, tranquila, con poco tránsito. Bastante viento, pero soportable. Los tres que estábamos en la caja discurriendo, conversando sobre la grabación, sobre el pedal del bombo, o sobre la cuadratura del círculo, no importa. La cuestión era que no hubiese un descuido, y que los equipos y el ton prestado viajasen sin problemas. Como se ve la intención era buena. Pero también vale recordar ese otro dicho que afirma que de buenas intenciones está empedrado el camino hacia el infierno. Siempre hay un descuido, y esta vez no fue la excepción. Alguien se distrajo por un instante, o encendió un cigarrillo, o... el tema es que un golpe de viento arranco al flamante ton de Reggio de la caja de la camioneta y lo arrojó sobre el pavimento, rodando sin querer parar. Y un Ford Falcon que venía detrás. A buena distancia, pero su conductor no pudo evitar la ‘colisión’ . Le pasó por encima al ton que, tras un estampido bastante fuerte, quedó hecho añicos. Se detiene la camioneta, se detiene el Falcon, y el tipo –quizás un tanto obsesionado por algunos atentados que la guerrilla urbana ya había comenzado a generalizar por entonces- se agazapó asustado detrás del auto gritando: “-¡Explotó! ¡Explotó!-“. Además, pobre hombre, vio a cinco quías con camperas que bajaban del otro vehículo y se le acercaban, y (estoy seguro) debe haber comenzado a rezar... Una vez aclarado el malentendido, el hombre no sabía cómo disculparse, pero nada... no había cosa que disculpar, y la macana de parte nuestra ya estaba hecha.
       Ciertamente, Reggio obtuvo en devolución otro ton más flamante que el que nos había prestado. Nosotros gastamos más dinero que el que pensábamos que nos iba a insumir una hora de grabación. Eso sí: nos quedamos con un máster en el que Los Wizards no sonaban nada mal.
        Ese disco también se perdió, en el revoleo de las cosas y del tiempo. A éste, en lo personal, realmente hubiese querido conservarlo.
        Pero no pudo ser.

       

35. CARLOS ‘V’ NO ERA UN REY

        La retención o memorización de fechas suele no ser el fuerte de mucha gente. Afortunadamente, y en lo que atañe al devenir de este relato, no es mi caso. Sobre todo si la relación se empalma con un punto culminante de esta saga desfachatadamente hermosa, controvertida, apasionante que representó el proyecto wizard. Y sus consecuencias. Y su influencia incontrovertible en lo que sería el futuro de cada uno de sus integrantes en forma individual,  particularmente de aquellos  que hemos estado comprometidos hasta los tuétanos en su desarrollo y crecimiento. Y que, con toda modestia, seguimos haciendo honor al título de este libro.
      De ahí, pues, que el 10 de agosto de 1968 se haya constituído en punto relevante de todo este sainete, no por irrepetible menos conmovedor. El público y Los Wizards. Los Wizards y el público. A lo largo de todos los capítulos anteriores quedó sobradamente demostrado que esta ecuación puso en evidencia una vinculación amorosa; nada platónica, por supuesto (lo cual no implicó, valga la aclaración ante el inquietante eufemismo que se desliza en esta afirmación, que alguno de nosotros haya bajado alguna vez de un escenario con algún recóndito rincón de su humanidad irremisiblemente deteriorado...). Lo de la ausencia del filósofo griego en el ida y vuelta con la gente que presenció nuestros recitales, remite a la idea de que no siempre el mismo fue un lecho de rosas, pero sí siempre generó sentimientos y movilizó personas y gargantas. Sin falsas modestias, para vibrar con entusiasmo frente a lo que se recibía desde el escenario, la mayoría de las veces (entusiasmo idéntico al que cundía en el escenario recibiendo el calor de abajo). Pero claro: mentiría como un truquero avezado si ocultara que no faltaron ocasiones –por suerte, no demasiadas- en las que nos hemos puteado mutuamente.
Para la noche de esa fecha, habíamos acordado brindar un recital en la confitería Carlos V de Flores, sobre la Av. Alberdi a la altura de la plaza, aproximadamente (en ese lugar, hasta no hace mucho tiempo atrás, existía actualmente un restaurante de comidas típicas españolas; debe seguir estando). La rutina fue la habitual para estas ocasiones: conseguir una camioneta para que nos llevase –en esta oportunidad no hubo ‘plomos’- y llegar a la confitería algunos minutos antes de la hora pactada, para poder armas equipos y batería y, de ser posible, probar algo de sonido. No había otra banda, tocábamos nosotros solos. A diferencia de otros recitales, había gente que estaba esperando nuestro arribo: la novia de Beto por entonces (estudiaban juntos en el Echeverría), y un compañero suyo de trabajo. Al llegar la camioneta, y comenzar nosotros a bajar los equipos, con todos los bártulos medio desparramados en la vereda, se detiene un taxi a pocos metros de distancia. Desciende de él una chica a quien Beto y su novia van a saludar, presentándola luego a quienes nos habíamos quedado en la puerta.
Cuando me tocó el turno en la ronda de saludos, no reparé demasiado en su nombre, y apenas con un seco “-Hola, mucho gusto-“ y un apretón de manos (todavía no estaba muy generalizado el beso en las presentaciones), dí por finalizada la etapa de sociales y me dediqué a prestar atención a los equipos, guitarras y batería, que continuaban esparcidos frente a la entrada. El lugar era muy amplio; ni bien se entraba había una buena cantidad de mesas, luego una pista de baile y –al fondo- el escenario. No hubo tanta gente como en recitales anteriores, la mayoría quizás eran habitués del boliche, pero respetable cantidad, sin dudas. Demoraron un poco los organizadores en darnos el O.K. para subir a tocar y, en el interín, nos invitaron a tomar algo. Nosotros cuatro, Juan Carlos y los invitados nos acomodamos en un par de mesas. Beto y el Gallego bebieron algún trago moderadamente; yo, creo que le pegué un par de toques a una cerveza, no podía evitar los recurrentes nervios que me asaltaban siempre antes de un recital. Y Pepo... por los mismos motivos, o por los que fuesen, se tomó –como se dice habitualmente- hasta el agua de los floreros...
       Finalmente, subimos y comenzamos a tocar. No sonó mal, en absoluto, pero Beto, el Gallego y yo nos encontramos con una obligación impensada: pararlo a Pepo al final de cada tema. Era tal su estado etílico que seguía de largo, el hombre, mientras se reía y nos miraba alternativamente a cada uno de los tres restantes sin comprender muy bien qué cornos estaba sucediendo. Es muy posible que la mayor parte de la gente no se haya dado cuenta de lo que pasaba sobre el escenario, pero debo admitir que completar el recital del modo más normal posible fue una hazaña.
       Luego bajamos todo y llevamos el ‘equipaje’  hasta el sector de entrada de la confitería. Y, de repente, un éxodo imprevisto: Beto, el Gallego, Juan Carlos, el compañero de Beto y las dos chicas se esfumaron como por arte de magia. Creo que, en el medio de la fuga, algún grito de Beto hubo, diciendo más o menos: “-Negro, dejá todo acá. Nos vemos mañana. Chauuu...-“. Y ahí se encontró el boludo –o sea, quien escribe esto-, con un Pepo despatarrado en una silla, extasiado en su embriaguez y con una sonrisa que denotaba que la debería estar pasando bien, el loco. Y con todos los equipos, guitarras, bajo, batería esperando para ver qué les deparaba el destino. Antes de cortarme las venas con un disco de algún grupo de cumbia (detestaba este género) decidí que había que comenzar por lo más urgente. Acompañé a Pepo hasta la Av. Rivadavia, lo metí dentro de un taxi y, por suerte, alcanzó a balbucear la dirección de su casa. Le rogué al chofer que lo ayudase a bajar, cuando llegaran. Regresé a Carlos V y los organizadores, posiblemente abordados por un dejo de compasión ante ese tipo desolado que tenían delante, me ofrecieron dejar todos los equipos en una piecita que estaba a un costado de la barra. Quedaría bajo llave, pero con el compromiso de ir sin falta al día siguiente para retirar las cosas. Demás está consignar que les quedé infinitamente agradecido (¿cómo conseguir un flete un sábado, a las cuatro de la mañana y casi sin un mango?), y me fui mascullando bronca.
      Bronca que se diluyó cuando, por cierto al día siguiente y después de que los crápulas fugitivos escucharon mis puteadas por un buen rato, fuimos a retirar los bártulos, que a eso de las seis de la tarde ya reposaban nuevamente en el salón de Oncativo 82.
      Punto y aparte. No hubo otro recital de Los Wizards, después del de Carlos V. No lo sabíamos aún, pero ése había sido nuestro último contacto con la gente que tanto nos había oxigenado durante cuatro años. No tuvo sabor a despedida, pero lo fue. No existió signo premonitorio alguno que nos indicara que esa formación de Los Wizards jamás subiría a un escenario nuevamente, a movilizar a la gente y a movilizarse con ella, pero así ocurrió. Claro: una comparación antojadiza y presuntuosa, puede hacer notar que tampoco Los Beatles, nuestros máximos referentes, sabían que el 29 de agosto de 1966, en el Candlestick Park de San Francisco, se cortaría del todo su vínculo con el público de carne y hueso (lo dicho, González: comparate algo cuando quieras, es gratis...).
      Otro punto y aparte. Bienvenidas revanchas de la vida: la señorita que bajó del taxi en la puerta de Carlos V; a quien apenas saludé formalmente en ese momento; compañera de estudios de Beto y su novia, era la misma que reparó en mí sin que yo lo supiera, cuando fui al Echeverría a entrevistar a la profesora Zappettini durante mi intento por volverme millonario a través de Odol Pregunta (ver capítulo 32). Poco más de un mes de aquel encuentro, comenzamos un incipiente noviazgo, presenciando un recital de Mercedes Sosa en un sindicato de la localidad de San Martín. Hoy, treinta y tres años después, la vida nos encuentra compartiéndolo todo.
       Es Malisa, mi esposa, mi compañera incondicional. Tanto como yo de ella.
       Malisa y el último recital de Los Wizards juntos. Bienvenidas revanchas de la vida, repito.
Es bueno tener memoria para las fechas. Y no solamente.

                

E P Í L O G O

     No existieron, como quedó dicho, otros recitales de Los Wizards. No se nos ocurrió, tampoco, tocar en el techo del salón de Oncativo 82; sin ir más lejos porque todavía no había sucedido la terraza beatle en Apple Records, como para querer imitarla, tan siquiera...
     Todo se fue diluyendo de a poco, lentamente, casi sin notarlo. El único hecho remarcable en lo que restó de 1968 fue el habernos reunido, en noviembre y en el comedor de la casa, junto con gente del fan club de Los Beatles, con Malisa y con Hugo y Osvaldo Fattoruso, a escuchar el Album Blanco, flamante y recién llegadito, gracias a que a alguien del club se lo habían enviado desde Inglaterra. Album Blanco que, en lo personal, considero la obra cumbre de la discografía beatle y que, aún hoy, sigo degustando como si fuese la primera vez, descubriendo cada vez que lo escucho –todavía- algún yeite en el cual no había reparado antes.
En lo que hace a Los Wizards, los ensayos se fueron espaciando. De encontrarnos dos o tres veces por semana pasamos a una; la frecuencia semanal se fue convirtiendo en quincenal, y así de seguido. No producíamos nada nuevo, dábamos vueltas siempre sobre los mismos temas; vaya paradoja: el entusiasmo decaía de a ratos pero, cuando alguna canción sonaba fuerte y bien, ahí nos dábamos cuerda y comenzábamos a largar todo el repertorio como si estuviésemos preparando una presentación en vivo para mañana. Y otro aspecto muy curioso de esta lenta dilución: nunca nos sentamos los cuatro juntos (más Juan Carlos) mate, café, ginebra o cerveza de por medio y nos dijimos...”Ché, vamos a cortarla. Esto no va más”. Nadie afirmó jamás que el proyecto wizard había concluído. Simplemente dejamos de tocar juntos; nos seguíamos viendo con mayor o menor asiduidad, pero cada cual con sus cuestiones particulares. Lo cierto es que esa formación de la banda que tocó en Carlos V (Pepo, el Gallego, Beto y yo), y que fue colgando de a poquito guitarras, bajo y batería, ya no volvió a hacer música nunca más. Hubo un par de intentos posteriores por rescatar el espíritu creativo que la banda había engendrado. Uno de ellos fue a comienzos de 1971; Malisa y yo ya estábamos casados y, Beto en batería, el Gallego con su bajo y yo con mi guitarra, quisimos darle forma a un trío que hasta tuvo un nombre: Iskra (chispa, en idioma ruso). Con ostentoso nombre y todo, el intento no sobrevivió más de cuatro o cinco ensayos. Bastante tiempo después, entre 1987 y 1989, y con participantes diversos entre los que estuvieron Micky Valenzuela, Moonie, el Gallego, Pepo, un excelente violero de rock pesado (Fabián Prado) y alguna otra gente –vale aclarar que no todos juntos: unos se iban y otros venían...-  nos tiramos de cabeza con la idea de darle vida otra vez a un proyecto similar al que habían generado Los Wizards. Cabe destacar que en esta oportunidad, y más allá de la mayor o menor convicción que haya puesto más de uno de los que participaron en esta convocatoria, existió un factor determinante que jugó absolutamente en contra de este apasionante ‘revival’: la situación económica argentina. Desde luego, ya no era posible pensar en un equipamiento como aquel con el que habíamos contado durante los 60’s. Era necesario incorporar tecnología, consolas, equipo para las voces, amplificación actualizada, instrumentos renovados (aunque mi vieja, querida y rescatada “Gibson” siguió participando decorosamente en todos los ensayos), y todo ello insumía una suma en dólares imposible de afrontar, en épocas de hiperinflación, devaluaciones, imprevistos saqueos a supermercados, etc.  Con posterioridad, no hubo más que expresiones de deseos de reanudar la ‘epopeya’, cada vez que nos encontramos (especialmente el Gallego, Pepo y yo).
      Hasta aquí, el relato. Es todo lo que la presuntuosa memoria pudo recuperar, con el invalorable aporte de testimonios y datos que indefectiblemente podían escapársele a quien escribe. Todo lo que acá está consignado ha sido expuesto en primera persona, porque estos son Los Wizards que yo viví. No me caben dudas de que quienes han sido compañeros de esta maravillosa aventura podrían escribir sus propios wizards. Y multiplicar esta saga varias veces con la óptica que cada cual pueda o quiera imprimirle. Queda, pues, abierto el desafío y la pluralidad de enfoques. No sólo para quienes guardamos a esta etapa, conservada con la calidez y el amor con los que se llevan a cabo proyectos en los que se pone el máximo de potencialidad que uno es capaz de brindar. También para quienes han sido acompañantes, habitués, observadores, o simples espectadores.
Porque, si bien la década, la etapa y el proyecto son irrepetibles, uno está ahora más seguro que nunca respecto al interrogante que titula este libro. Porque uno cree que ese interrogante tiene una respuesta. Porque uno cree que esa respuesta es que el sueño no terminó, ni terminará jamás. Con las pertinentes disculpas a la frase de John (“The dream is over”), que me dio el pie necesario para desarrollar el relato, y a la que me permito poner en entredicho. Simplemente porque el fuego que encendieron Los Wizards dentro de uno está muy lejos de extinguirse. Porque, además, tengo la plena conciencia y seguridad de que no hemos sido ni seguimos siendo los únicos. Han existido y siguen existiendo, formándose y disolviéndose o perdurando, decenas de miles de bandas que –como Los Wizards- no han hecho ni hacen otra cosa que dar curso a lo más hondo, incorruptible y hermoso que muchísimos seres humanos poseemos: la creatividad, la fe en el esfuerzo y en el trabajo propio y colectivo y, yendo a lo específicamente musical, en la experimentación, la búsqueda, el perfeccionamiento, el animarse a caminar por senderos no transitados antes.  Me parece que, más allá de su obra descomunal, este es el legado maravilloso que Las Cuatro Bestias de Liverpool han dejado incólume, a punto tal que jóvenes que han nacido mucho después de su separación como grupo, y aún después del asesinato de John, se deslumbran con un acorde, con una armonía, con un riff, con una línea rítmica o melódica de cualquiera de sus álbumes. Con lo cual creo que la perdurabilidad de la quintaesencia, de lo más logrado y bello del rock y el pop está asegurada por larguísimo tiempo. Y, con ella, la perdurabilidad del espíritu revulsivo, apasionante, controvertido, desfachatado, irreverente, alucinante, impetuoso de una década que –a no dudarlo- deberá... no repetirse, pero sí reciclarse y reaparecer (aún bajo otras formas) para rescatar al mundo de la chatura y el ninguneo de la gente sencilla que se nos impuso con globalizaciones y pretendidos fines de la historia.
      Con toda la humildad del mundo, permítaseme remarcar y reivindicar el aporte que Los Wizards han efectuado en ese sentido.
      Y el orgullo inmenso de haber sido parte integrante de ese aporte.
      Larga vida a Los Wizards, pues.
      He dicho.

            

ACOTACIONES FINALES

     Esta separata está dedicada a las personas que no han tenido ni tienen figuración pública y notoria, y que están mencionadas en este libro por su nombre, por su apellido, o por ambos.

. Beto: falleció en Praga, hoy República Checa, el 2 de junio de 1986.
. Doña Sara (mamá de Juan Carlos y Beto): falleció en San Justo en 1996.
. Juan Carlos: falleció en Oncativo 82, Ramos Mejía, el 30 de julio de 2001.
. Cuky (mi suegra): falleció en Villa Sarmiento el 8 de enero de 2003.
. José Luis Padilla: trabaja en el Hospital Tornú. Está. Siempre.
. Juan Armando Galván: trabaja de lo que venga. Siempre. Y está. Siempre.
. María Inés Alemán: ejerce la profesión de psicóloga desde hace 26 años. Está. Siempre.
. Carmelo Colotta: continúa con su trabajo, fabricando respuestos y accesorios para motos y demás. Está. Siempre.
. Moonie: no lo he vuelto a ver ni he sabido de él desde 1988, cuando abandonó el intento de reconstitución de la banda.
. Micky Valenzuela: ídem Moonie.
. Rúben Mighetti: trabaja de taxista desde hace muchos años.
. Quique Contreras: no lo he vuelto a ver. He sabido de él por una conversación telefónica hace unos 8/10 años.
. Edgardo (primo de Quique): no lo he vuelto a ver ni he sabido de él desde 1966.
. Rolando Catanzaro: no lo he vuelto a ver ni he sabido de él desde que dejó la banda en 1965.
. “Churrasquito” Fattoruso (padre de Hugo y Osvaldo): falleció en EE.UU. en la década de los 70’s.
. Carlota Erdhardt: no la he vuelto a ver ni he sabido de ella desde 1978, cuando colaboraba con el equipo de organizadores del Mundial de Fútbol.
. Juancho Darreche: trabaja en el Banco Nación, Suc. Ramos Mejía.
. Nora Brenzoni: no la he vuelto a ver ni he sabido de ella desde la visita de Paul Mc Cartney a nuestro país, en diciembre de 1993.
. ‘Patty’ Roldán: no le he vuelto a ver. He sabido de ella a través de un par de comunicaciones telefónicas en 1990.
. ‘Yeya’: no la he vuelto a ver ni he sabido de ella desde 1974.-
. Profesora Barchi (Matemáticas): la he visto ocasionalmente en Ramos Mejía, ya jubilada. La última vez, hace unos diez años.
. Profesora Zappettini (Literatura): no le vuelto a ver ni he sabido de ella desde nuestra entrevista en 1968.
. Profesora Proietto (Historia): no la he vuelto a ver ni he sabido de ella desde 1966.
. Lew (ex ‘compañero’ del Echeverría): por suerte, no lo he vuelto a ver ni he sabido de él desde 1964.
. Mario Azzerboni (representante): ídem Lew, pero desde 1966.
. Roberto (ABC Musical – Morón): no lo he vuelto a ver ni he sabido de él desde 1965.
. Segovia (mozo del “Dos Avenidas”): no lo he vuelto a ver ni he sabido de él desde aproximadamente 1973.
. Francisco Colotta: no lo he vuelto a ver, pero sé que continúa con el taller de Colotta Hnos.
. Yoli (revista JV): no la he vuelto a ver ni he sabido de ella desde 1967.
. Reggio: no lo he vuelto a ver ni he sabido de él desde 1987 (era propietario de una carnicería).
. Fabián Prado: nos vemos ocasionalmente, muy de cuando en cuando, pero conservamos una excelente relación. Hasta hace dos años tenía una sala de ensayos en Martín Coronado.
Un agradecimiento muy especial para Fernando, mi hijo, por el aporte realizado para la conformación del título de este libro.
Y otro agradecimiento muy especial para el Gallego, Pepo y Carmelo/Dany, por la ayuda brindada a fin de salvar omisiones e inevitables fallas en la memoria del autor.



I N D I C E

1. Y la telita se rompió...
2. parodia
3. Incursión en el Lejano Oeste
4. Los Shakers
5. Con nombre, ya es otra cosa...
6. El perfil
7. Las ‘palizas’ que suele pegar el público
8. Opinión de un experto
9. Con todo lo que hay que tener
10. El aguante
11. Los representantes
12. “¿Dónde está la guitarra mía...?”
13. El laboratorio y la grabación
14. Equilibrios
15. “Chau, Tío... Nos vemos más tarde”
16. Crecimiento desparejo
17. Algo trascendente estaba por pasar
18. Por consiguiente...
19. Reciclaje
20. El quinto Wizard
21. Cuidado con el piso...
22. Reconcentración y valor
23. Un ‘fan club’... pero no de nosotros
24. De balsas y sargentos
25. Algo de qué arrepentirse (y mucho...)
26. Cuestiones de imagen
27. Cómo salir del paso
28. “¡Hey! ¿What you’re doing?”
29. Peces en el agua
30. “¿Adónde aparecieron? ¿En Sevenap?”
31. El traspié
32. Variantes
33. Inclusión obligada
34. “¡Explotó! ¡Explotó!”
35. Carlos ‘V’ no era un rey
      Epílogo
      Acotaciones finales


Dirección Nacional del Derecho de Autor – Expte. n° 498739


     
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Fotos de los Wizards
El Sueño